“La visita del Papa Francisco a la Universidad de Lovaina el pasado 27 de septiembre, y ante el 600 aniversario de su fundación, me ha llevado a aprovechar la ocasión para reflexionar un tema de manera somera: el de la relación entre Iglesia y cultura. ¿Qué valor da la Iglesia a la cultura?”
“Esto de la crisis de la cultura ordinaria en el ámbito eclesial, me parece que es otra urgencia de nuestro camino cotidiano como cristianos en el siglo XXI”
“Una cultura cristiana viva, fresca, abierta, no de contenido arqueológico: esto, me parece, debe convertirse en un pulmón necesario de nuestro ser cristianos hoy. Una cultura actualizada, atenta, no asustada. Confiada y dispuesta a asumir riesgos”
“La luz no existe para ser vista, sino para ayudar a ver, para ayudar a ver alrededor y más allá, más lejos. Esto es precisamente la cultura: luz que abre horizontes y amplía frontera”
“Una cultura cristiana viva, fresca, abierta, no de contenido arqueológico: esto, me parece, debe convertirse en un pulmón necesario de nuestro ser cristianos hoy. Una cultura actualizada, atenta, no asustada. Confiada y dispuesta a asumir riesgos”
“La luz no existe para ser vista, sino para ayudar a ver, para ayudar a ver alrededor y más allá, más lejos. Esto es precisamente la cultura: luz que abre horizontes y amplía frontera”
En la Exhortación Apostólica sobre la evangelización del mundo contemporáneo, San Pablo VI afirmaba: “la ruptura entre evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo… De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura o, más exactamente, de las culturas”. Y la visita del Papa Francisco a la Universidad de Lovaina el pasado 27 de septiembre, y ante el 600 aniversario de su fundación, me ha llevado a aprovechar la ocasión para reflexionar un tema de manera somera: el de la relación entre Iglesia y cultura. ¿Qué valor da la Iglesia a la cultura?
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La impresión es que, a pesar de tantos siglos de «proyectos culturales» muy musculosos y muy orientados (y quizá también por eso), se ha perdido mucho por el camino, no sólo en «número de creyentes», sino en capacidad reflexiva, en elaboración del pensamiento, en educación para la belleza, en compartir ideas y opiniones, en estudio libre e investigación con perspectiva amplia. Salvo felices excepciones, falta hasta hoy una verdadera y amplia pastoral ordinaria de la cultura. Hay acontecimientos extraordinarios, como algunos buenos eventos, jornadas,…, pero es lo ordinario lo que ha quedado eclipsado. Baste decir que, por ejemplo, muchas diócesis ni siquiera tienen una vicaría de cultura, ni contacto ni correo electrónico, ni oficina encargada. ¿Hasta qué punto actúa en este abandono el miedo a enfrentarse al mundo moderno?
“Parece subsistir una dificultad estructural para entrar en diálogo y comprender así los complejos fenómenos culturales de la modernidad”
Porque, para quienes frecuentan el mundo cultural, intra y extraeclesial, parece subsistir una dificultad estructural para entrar en diálogo y comprender así los complejos fenómenos culturales de la modernidad: incluso en este caso, ante lo desorientador, nos refugiamos con demasiada frecuencia en lo apologético o lo consolatorio, en lo devocional y lo banal, en la cerrazón y la autorreferencialidad. Temerosos de las preguntas, quizá nos guste machacar con las respuestas, siempre las mismas. Nos gusta el intelectual y el artista cuando son muy orgánicos o cuando, siendo muy poco orgánicos, tocan temas de fe y, de alguna manera, podemos poner la «bandera» en alto.
Al menos desde algún punto de vista, en la vida normal de las parroquias la cultura queda relegada al último lugar, después de la pastoral litúrgica, sacramental, juvenil, caritativa,… Nos cuesta mucho pensar, reflexionar y debatir con valentía sobre temas de altura; nos cuesta hacer un hueco a las competencias específicas. En lo ordinario, nos gustan las «cosas culturales» gratuitas, por tanto dirigidas por aficionados de buena voluntad. Temerosos, somos más propensos a sugerir un libro superficialmente devocional (una vertiente muy popular que corre el riesgo de quedar relegada a una especie de infantilismo intelectual) que un estudio, incluso popular, sobre las Escrituras, el arte, la teología, la filosofía, la ciencia. Ocurre que repetimos eslóganes como tranquilizadores, sin sacar de ellos consecuencias constructivas (por ejemplo: «la ciencia y la fe no están reñidas»… ¿y qué?). Se dirá: una comunidad no puede hacerlo todo. Cierto. Pero aquí es realmente necesario intentar crear un sistema entre varias comunidades, para conseguir que las diócesis se muevan en la dirección… más allá de los museos diocesanos (con felices excepciones también aquí), a menudo infinitamente tristes con sus ocho vitrinas de vestiduras y cálices polvorientos.
Una cultura cristiana viva, fresca, abierta, no de contenido arqueológico: esto, me parece, debe convertirse en un pulmón necesario de nuestro ser cristianos hoy. Una cultura actualizada, atenta, no asustada. Confiada y dispuesta a asumir riesgos.
Algunos pueden ver el peligro del intelectualismo y de las élites, imagino: pero no hacer cultura en serio, por miedo a que el «Pueblo de Dios» no lo entienda, tiene en sí mismo una mala idea del «Pueblo de Dios», casi como si fuera un pollo al que hay que alimentar con pienso pre-masticado y no centrarse en lo que es bello, verdadero, bueno,…en el siglo XXI. No pensar en caminos graduales de fructificación cultural o, peor aún, mirar con recelo todo lo que fomente la reflexión crítica y la autonomía de juicio son cargas que nos imponemos por ser habitantes del tiempo en que vivimos. ¿O acaso tememos el valor de la reflexión y la autonomía de juicio?
“No hacer cultura en serio, por miedo a que el ‘Pueblo de Dios’ no lo entienda, tiene en sí mismo una mala idea del ‘Pueblo de Dios'”
Nunca he visto representaciones teatrales feas y descuidadas; conciertos mal interpretados; exposiciones cutres de artistas locales con poco talento y mucha devoción emocional; presentaciones de libros desfasados. Debates autorreferenciales y cerrados. En cambio, las exposiciones bien preparadas, los conciertos bien interpretados, los diálogos y las comparaciones, las representaciones interesantes deben encontrar un lugar en nuestro camino de fe. No podemos relegar la razón a un segundo plano, contentándonos con algunas emociones superficiales en lugar de inmersiones intensas y constructivas en la estética y el razonamiento, que entonces también se convierten en experiencias.
Es un campo inmenso, merece ser arado: el pasado de la Iglesia tiene admirables testimonios de cultura en los niveles más altos, a los que nos hemos desacostumbrado con demasiada facilidad. Asumir riesgos, incluso poniendo dinero en ello, invirtiendo en formación y en caminos graduales. Dar espacio incluso a los laicos cuando escriban libros hermosos y evitar la apologética rancia. No mirar con recelo a los que estudian y cuestionan, a los que profundizan, a los que practican el arte, sino valorar talentos, carismas y dones. Utilizar lenguajes comprensibles.
Esto de la crisis de la cultura ordinaria en el ámbito eclesial, me parece que es otra urgencia de nuestro camino cotidiano como cristianos en el siglo XXI.
El vínculo entre cristianismo y cultura es importante y relevante para nuestras comunidades como para nuestra historia. La actividad de repensar la relación entre cristianismo y cultura siempre ha generado una serie de opiniones encaminadas a seguir «nuevos caminos», cultivar una «fe pensada», despertar la «pasión», volver a las «raíces», convertirse en «signo de contradicción y alternativa» y acoger los nuevos «desafíos culturales».
Ciertamente, en nuestro tiempo, los creyentes estamos invitados a reflexionar sobre cómo y en qué medida las exigencias de la fe pueden contribuir a la cultura. Partiendo de esta premisa, es evidente que el interés de los cristianos por la cultura no se dirige a poseer o controlar nada, sino a fermentar todo lo que hay de auténticamente humano, libre, justo y bueno en la sociedad. En consecuencia, la implicación de los cristianos en la cultura actual se dirige -más que a señalar evidencias y posturas públicas- a relanzar caminos, fomentar itinerarios, animar recorridos, redescubrir belleza y profundidad, caminar y detenerse juntos.
“El verdadero drama hoy no es la disminución de la frecuencia de los fieles a las misas dominicales, sino el hecho de que a estas alturas los que van a misa puedan pensar como los que no van e, incluso, puedan ser completamente ajenos a la gran tradición cultural del cristianismo”
A mí me parece cada vez más que el verdadero drama hoy no es la disminución de la frecuencia de los fieles a las misas dominicales, sino el hecho de que a estas alturas los que van a misa puedan pensar como los que no van e, incluso, puedan ser completamente ajenos a la gran tradición cultural del cristianismo. Desde sus orígenes, el cristianismo ha procurado, además de rezar, cambiar la manera de pensar, los modelos de vida -esto es la cultura- del mundo pagano, para hacerlos no más cristianos, sino más humanos. ¿No es ésta una tarea que se plantea de nuevo hoy, quizá con mayor urgencia, en este mundo postcristiano? Sólo de esta profunda renovación cultural puede surgir una revolución en el modo dominante de concebir la persona y el bien común. Pero esto presupone ver que hay que el cristianismo ha de seguir procurando alargar la tienda a la cultura y el pensamiento.
Si el cristianismo fue, en su momento, una revolución cultural. ¿Lo seguirá siendo hoy y mañana? Y no estoy pensando propiamente en una «cultura cristiana» sino, mejor aún a mi modo de ver, en una «cultura de inspiración cristiana» que deje espacio a la creatividad y a la libertad. Tantas veces me pregunto: ¿qué fe para qué cultura? En el trasfondo de la cuestión cultural permanece el nudo decisivo de la fe, que actúa como sutura entre los diversos fragmentos: si falta una verdadera, profunda, real experiencia de fe con Dios, aunque habitada por luces y sombras, y alimentada por la Palabra y por una herencia milenaria de pensamiento, en diálogo fecundo con otras tradiciones culturales, religiosas, etc., ¿cómo puede haber una cultura de inspiración cristiana? Si esta última está en crisis, es también porque hoy está en crisis la manera que hemos heredado de entender y vivir la fe cristiana. ¿Qué cultura, es decir, qué cultivo de la fe cristiana estamos realmente proponiendo en la Iglesia a la altura del presente siglo XXI?
A mí me gustó, por iluminadora, la reflexión que el papa francisco propuso el 13 de febrero de 2023 a la delegación universitaria Sulkhan-Saba Orbeliani (Tiflis, Georgia).
La Universidad representa un bello ejemplo de la apasionada investigación cultural y del cuidado de ese bien inestimable que es el crecimiento educativo… La educación hace precisamente esto: ayuda a las generaciones jóvenes a crecer, descubriendo y cultivando las raíces más fructíferas, para que dar frutos… El término educación evoca el paso de la oscuridad de la ignorancia a la claridad del conocimiento. La educación significa salir a la luz una vez más, es sinónimo de iluminación. Es necesaria esta iluminación benéfica del conocimiento, mientras que en el mundo se profundiza la oscuridad del odio, que a menudo proviene del olvido y la indiferencia. Sí, a menudo son el olvido y la indiferencia los que hacen que todo parezca oscuro e indistinto, mientras que la cultura y la educación restauran la memoria del pasado y arrojan luz sobre el presente.
Y la luz no existe para ser vista, sino para ayudar a ver, para ayudar a ver alrededor y más allá, más lejos. Esto es precisamente la cultura: luz que abre horizontes y amplía fronteras.