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Cuando San Francisco (California) era la capital del infierno | Opinión | La Voz del Interior

Autor: Juan Marguch

La llamada “fiebre del oro” provocó, en 1849, una estampida de miles de aventureros hacia el oeste de los Estados Unidos. Villorrios adormecidos se transformaron rápidamente en estruendosas ciudades, pobladas por individuos de toda laya, aunque la mayoría de ellos de genuina carne de horca.

Fiebre del oro en California.
Fiebre del oro en California.

En su Historia íntima de California, George Atherton reconstruyó la geografía humana de los parajes creados y abandonados por los cateadores; la toponimia era suficientemente reveladora de su calaña, las poblaciones llevaban nombres como estos: Hangtown (Pueblo del Ahorcado), Hell’s Delight (Delicias del Infierno), Puke Ravine (Barranca de los Vómitos), Brandy Gulch (Quebrada del Brandy), y otros expresivos ejemplos del más duro de los humores negros.

Crímenes al por mayor

San Francisco fue una de esas ciudades de crecimiento exponencial. Al decir de John Gunther, “a mediados del siglo pasado, era la ciudad más bravía, vulgarmente ostentosa y vocinglera del globo”.

Y seguramente una de las más violentas, sino la más violenta, pues en entre 1849 y 1856 se cometieron más de 2.000 asesinatos, es decir, casi uno por día. Es increíble, pero de ese par de millar de crímenes, solamente fue juzgado un solo asesino, lo cual induce a pensar que la víctima fue un individuo más bien repulsivo o que los habitantes de “Frisco” tenían una idea muy peculiar del delito y la justicia.

Parece ser que la primera de las hipótesis es la correcta, pues los ciudadanos honrados decidieron movilizarse para terminar con al delito, que estragaba tanto los campamentos de aventureros como a la propia administración pública de la ciudad.

Los Vigilantes formaban un verdadero ejército en San Francisco de mediados del siglo XIX.
Los Vigilantes formaban un verdadero ejército en San Francisco de mediados del siglo XIX.

El gobierno municipal estaba en manos de clamorosos hampones, que todo lo vendían, desde la impunidad ante el delito hasta el más humilde de los empleos públicos. Los forajidos corruptos se denominaban a sí mismos “Los Sabuesos” y sus robos y tropelías no tenían fin.

Los ciudadanos honestos se dijeron que había llegado la hora de eliminar de San Francisco a esa jauría.

Policía con artillería

Un buen día de 1851, se reunieron y crearon una Junta de Vigilancia. Cada uno aportó lo que le permitían sus recursos y se formó el cuerpo de “Vigilantes” a los que se armó con fusiles y revólveres y, como bien se conocía la infame catadura moral de los forajidos, se le proveyó también de artillería. Que se sepa, fue la primera policía privada del mundo con artillería propia.

Tanto como para ir haciéndose conocer, en su primera semana de actividad los “Vigilantes” capturaron a cuatro asesinos y los ahorcaron en pleno centro de la ciudad, mientras las campanas de todos los templos y de las escuelas repicaban gozosamente.

“Los Sabuesos” comprendieron la indirecta y se disolvieron. Dejaron de existir como cuerpo organizado, pero siguieron enquistados en la administración pública, robando a dos manos y extorsionando al comercio. Por supuesto, los políticos os protegían, quizá por aquello que Goethe definió como “afinidades electivas”, pues tanto unos como otros tienen casi siempre interés sumo por la cosa pública, de la cual se deriva la prosperidad privada.

Los políticos protegían, pues, a los forajidos, de tal manera que si caían en manos de los “Vigilantes” se apresuraban a obtener su libertad o, por lo menos, que no se les ofrendase la merecida corbata de cáñamo que les hacía elevarse algunos palmos en la consideración pública (y la algarabía de campanas) de la ciudadanía.

Vuelven los “Vigilantes”

Pero nunca falta el periodista solitario que recuerda que la misión del periodismo es luchar por la libertad, la justicia y la moral.

James King honraba a esa profesión. Inició en su pequeño diario una tenaz campaña contra la corrupción. Algunos de sus ataques más fuertes fueron dirigidos contra John Casey, acostumbrado a hundir hasta el codo su brazo en la lata del erario y a proteger a los pistoleros. Había que silenciarlo, y Casey tenía buenos amigos y mejores deudores en el hampa.

King fue asesinado mientras preparaba nuevas denuncias, y este crimen enardeció a la civilidad, que decidió terminar con la corrupción y el delito.

Los “Vigilantes”, que se habían disuelto tras la limpieza de los primeros años de la década de 1850, se reunieron nuevamente. Ocho mil de ellos se lanzaron a la cacería de políticos corruptos y pistoleros.

Durante cuatro meses, sesionaron los tribunales populares, al margen de la Justicia institucionalizada (y vendida al mejor postor).

Las campanas repicaron una y otra vez cuando los indeseables ascendían al cadalso para ofrecer su recital de zapateo en el aire. Uno de ellos fue Casey, quien demasiado seguro de su impunidad, se empecinó en quedarse en la ciudad, creyendo que las campanas jamás sonarían (no doblarían) por él.

Esta vez los “Sabuesos” desparecieron del paisaje urbano, la mayoría envueltos en las nubes de polvo que levantaban sus caballos lanzados al galope para alejarse lo más rápidamente posible de la ahora insalubre Frisco, y otros se hicieron polvo algunas cuartas bajo la superficie terrestre.

Y los políticos corruptos pensaron dos veces antes de exigir o aceptar un soborno, y los comerciantes, industriales y banqueros quedaron deslumbrados ante la revelación de un insólito misterio capitalista: se puede hacer buen dinero trabajando honradamente.

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