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El gran mito de que el cristianismo destruyó los espacios más populares del Imperio romano

Autor: David Barreira

Paladio de Galacia fue un monje y obispo en Asia Menor entre los siglos IV y V que escribió una inspiradora serie de biografías sobre eremitas de Egipto y Palestina que practicaban la alousia, un concepto referente a la importancia de la pureza espiritual y a la renuncia a la higiene personal como placer mundano. Un tal Isidoro, presbítero de la iglesia de Alejandría, “no usó ropa de lino, ni se bañó ni tomó carne” hasta su muerte. San Onofre, un príncipe abisinio, abandonó los lujos de su palacio por una cueva cerca de Tebas, donde vivió siete décadas con el mayor rigor ascético, sin bañarse y cubierto únicamente por una espesa pelambre que le creció por todo el cuerpo.

También contó Paladio la historia de una mujer llamada Silvania, quien reprendió en una ocasión a un viajero que se aseó antes de dormir: “Es sesenta años de vida que tengo, salvo las puntas de mis dedos [probablemente para comulgar], ni mis dedos, ni mis pies ni mi cara ni ninguna otra extremidad han tocado el agua, aunque soy víctima de diversas dolencias y los médicos tratan de forzarme”. En Occidente, el máximo exponente de esta corriente fue Jerónimo de Estridón, que sentenció en una carta: “Quien se ha bañado una vez en Cristo no tiene necesidad de un segundo baño”.

Algunos de estos ejemplos se suelen abanderar para argumentar que el cristianismo primitivo defendió la renuncia a la higiene personal y que sus seguidores, guiados por una moral que les recomendaba no lavarse, destruyeron las termas romanas por ser lugares de pecado y culto paganos. Pero nada más lejos de la realidad. En su monumental volumen El olor de la Edad Media (Ático de los Libros), el historiador Javier Traité y la divulgadora Consuelo Sanz de Bremond recogen casos antagónicos que reflejan que a los primeros cristianos también les gustaba estar limpios.

Vista aérea de las termas de la Salud.

Vista aérea de las termas de la Salud. Parque Arqueológico Torreparedones

Tito Flavio Clemente, nacido en Atenas hacia 150 d.C. y maestro de una escuela catequística de Alejandría, habló en sus escritos del baño como una necesidad cotidiana para todos, que debía practicarse según los patrones de igualdad, humildad, moderación y castidad de su fe. No obstante, su punto de vista también sirve para mostrar uno de los graves problemas que observaban los cristianos en estos espacios públicos: el lujo, los placeres y la escasez de ropas que conducía a la concupiscencia.

“Si los baños de época republicana tendían a tener dos alas separadas para hombres y mujeres, a partir de la época imperial lo normal es que no hubiera zona femenina“, subrayan los investigadores, que mencionan también la aprobación de sucesivos edictos para prohibir o permitir la reunión de ambos sexos. Las termas se exportaron a todos los territorios del Imperio romano y se convirtieron en un símbolo inequívoco de la romanitas, en un lugar para mantenerse saludable, limpiarse la suciedad y de encuentro social.

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Los motivos

A san Agustín (354-430) un hombre le preguntó en una ocasión si un cristiano podía bañarse en los baños o termas en donde los paganos sacrificaban a sus ídolos. “No dudamos en tomar el aliento del aire aunque sepamos que recibe el humo de todas las aras y piras de los demonios”, respondió. Según su opinión, estos sitios eran algo natural y necesario que no había por qué vetar. Juan Crisóstomo (347-407), el patriarca de Constantinopla y uno de los mayores oradores de su tiempo, destacó que las buenas esposas cristianas solo podían ir ellas solas, con seguridad, a la iglesia y a los baños. “No deberían frecuentarse los baños, dices. ¿Y dónde está tal cosa prohibida? No hay nada honorable en estar sucio”, aseguró en una homilía.

El historiador Teodoreto recogió una curiosa historia ocurrida en una ciudad siria en 374 que refleja hasta qué punto podía integrarse un baño en la dinámica social cristiana. Cuando el emperador arriano Valente envió a Samósata a un nuevo obispo, la comunidad entera le hizo el vacío. Un día, al acudir a los baños públicos, Eusebio se dio cuenta de que sus nuevos vecinos lo evitaban y se lavaban en otras piscinas. Pensaba que lo hacían como respeto a su dignidad episcopal, pero cuando se marchó cambiaron el agua porque consideraban que la había contaminado con la esencia de su doctrina.

Vestigios de los baños de Adriano en la ciudad de Afrodisias (Turquía).

Vestigios de los baños de Adriano en la ciudad de Afrodisias (Turquía). Wikimedia Commons

Traité y Sanz aseguran que hay que olvidarse de la imagen de los cristianos como una comunidad sucia que despreció la higiene personal: “No podemos achacarle al cristianismo, pues, una destrucción de baños que no ocurrió. Se destruyeron, y no siempre, estatuas y decoraciones paganas, pero las termas y baños públicos se siguieron utilizando como lugares de higiene y socialización, bajo parámetros cristianos, mientras la infraestructura y las condiciones económicas permitieron su mantenimiento”. Un cambio religioso y moral al que hay que sumar motivos políticos, demográficos y económicos.

Las gigantescas termas de Caracalla, en el corazón de Roma, tenían una capacidad para acoger a unas 1.600 personas al mismo tiempo —entre cinco y ocho mil personas se podían lavar ahí en un día—. El complejo fue restaurado en varias ocasiones bajo los reinados de Aureliano, Diocleciano y el ostrogodo Teodorico, pero durante el asedio de la Urbs liderado por Vitiges en 537 se cortó parte del suministro atacando los acueductos.  Las autoridades romanas nunca repararían estos canales y las termas de Caracalla, que costaba muchísimo mantener calientes y con agua corriente, se empezaron a utilizar como cementerio. 

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