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En 2027, la Conae pondrá a prueba una tecnología satelital revolucionaria

Autor: Nora Bar

La Argentina es un país reconocido y respetado en el mundo por su actividad espacial, y que mantiene colaboraciones con las agencias más importantes del escenario internacional. Hasta hoy, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae) se centra en misiones de teleobservación de la Tierra con satélites “monolíticos”; es decir, que cada uno cuenta con recursos o instrumentos en un solo segmento, no se comunican entre sí ni comparten recursos en el espacio. Pero ya está en marcha y tiene fecha de lanzamiento un concepto absolutamente innovador en materia de actividad espacial: la arquitectura segmentada, que concibe cada aparato, de pequeño tamaño, como una pieza específica de un conjunto o “enjambre” (cluster, en la jerga técnica) dinámico, en el que cumple funciones específicas y todos comparten servicios esenciales. Los llama SARE o Satélites Argentinos de Alta Revisita.

Esta visión revolucionaria ofrece innumerables ventajas. Si ocurre algo en la Tierra que exige tener un instrumento arriba en semanas para poder observarlo y eso depende de un satélite de los “monolíticos”, entre que se lo concibe y se lo pone en órbita, pasan seis años como mínimo. Luego, si ocurre un desperfecto en el espacio, se pierde. Y si se producen avances tecnológicos, no se pueden reemplazar los dispositivos más atrasados. En cambio, la arquitectura segmentada permitirá una agilidad similar a la que tienen las computadoras actuales, a las que se les conecta un pendrive y la máquina lo reconoce automáticamente: llega un nuevo módulo y el sistema que ya está en órbita tiene que aceptarlo, reconocerlo y ver qué funciones cumple. La nueva pieza, a su vez, usa esa infraestructura.

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“Nuestra hoja de ruta para llegar a tener esas tecnologías prevé un primer lanzamiento para 2027 –cuenta Josefina Pérès, gerenta de Proyectos Satelitales de la Conae–. Será la plataforma de un satélite que va a cumplir una función específica. El desafío es la plataforma en sí, lograr un diseño versátil que sea compatible con distintos tipos de misión”.

Según Pérès, el objetivo es lograr la producción en serie de esta estructura que bautizaron “Patagonia”, ya que no solamente debería ser apta para llevar un instrumento (como un radar o un sistema óptico), sino también servicios a otros satélites, como por ejemplo, memoria. “Tiene que ser muy adaptable –destaca–. Habrá dos o tres, según el tamaño de los satélites, que pueden ir de los 100 a los 250 kg, con algunos módulos que son iguales para todos y otros que se adaptan a cada misión. Por ejemplo, no es lo mismo la potencia que necesita un radar que la que necesita una cámara óptica. La capa que es igual para todos es la parte ‘inteligente’, la de comunicaciones con Tierra de la computadora de abordo. La potencia, la actitud, las ruedas de inercia se adaptan a cada misión porque dependen del tamaño. Y por último está el instrumento de la misión en sí, que puede variar en cada caso”.

Entre las dificultades con las que tienen que vérselas está diseñar un plan de producción de componentes que garantice continuidad y se vayan adaptando a los cambios para mantenerse siempre en “el estado del arte” de la última tecnología; desarrollar un sistema de comunicaciones entre los satélites, y lograr el vuelo en formación, porque van a estar muy cerca uno del otro, a 30 o 50 metros de distancia.

“Cuando nos referimos al sistema de comunicaciones, eso no solo incluye el medio físico –aclara Pérès–. Hay que pensar que en esta configuración, en lugar de tener la redundancia [las piezas repetidas por si ocurre una falla] en el mismo satélite, va a estar en otro. Entonces, vamos a tener que inventarnos un protocolo propio para que trabajen al unísono. También habrá que desarrollar inteligencia artificial, porque para que vuelen tan cerca, que tengan autonomía, que los instrumentos colaboren entre sí, todo eso hoy lo conseguimos desde la base terrena. Pero la idea es que puedan funcionar solos, porque si ya nos es difícil comandar un satélite en los diez minutos que lo vemos, sería imposible hacerlo con cuatro o cinco que pasan al mismo tiempo. Estamos viendo cómo resolverlo. Una de las ideas es que podamos enviarle los comandos a uno de los aparatos y que ese dirija al resto”.

El diseño conceptual de la plataforma ya está en marcha en colaboración con Invap. En 2029 esperan empezar lanzando dos satélites por año y la idea es tener todo el sistema completo (incluyendo la capacidad de segmentación y producción en serie) para 2030.

Al mismo tiempo que se desarrollan “los fierros”, Laura Frulla, gerenta de Observación de la Tierra de la Conae, se ocupa de los aspectos científicos que permiten desarrollar productos para los usuarios dentro del marco del plan espacial nacional. “No pensamos dejar de lado la serie monolítica de los Saocom y ya estamos revisando los requerimientos para los Saocom 2, pero en este momento todo apunta a  la generación de satélites pequeños –explica–. Y si, como estamos planificando, los lanzamos con los Tronador II, que están en desarrollo, mucho mejor aún. No solo agilizamos la puesta en órbita, sino que además economizamos”.

De acuerdo con Frulla, para que vuelen en formación, lo primero que hay que lograr es que los satélites se comuniquen entre sí y que cada uno sepa dónde está el otro. “Necesitamos que el conjunto de satélites apunten al mismo objetivo con distintos instrumentos –detalla–. Para esto haremos una primera prueba tecnológica de comunicación entre satélites que se llama ALOFT (Autonomous LEO Formation Flying Technology, para experimentar y validar tecnologías de vuelo en formación y comunicación intersatelital). Después, se hará la primera puesta en órbita del primer SARE, que tendrá una electrónica central más reducida. Con ese instrumento, vamos a poder medir altura de las olas. A eso le vamos a incorporar un instrumento llamado ‘Sistema de Identificación Automática’ (AIS), que detecta barcos colaborativos, es decir, que tienen los transponders [dispositivos que transmiten información de identificación] prendidos. Si a eso le sumamos un satélite chiquito acompañándolo, que esté en banda X, podemos detectar barcos ‘no colaborativos’ (los que tienen los transponders apagados). Además, tendrá un sensor de sistema de navegación global (GNSSR, por sus siglas en inglés, que mide viento en el océano). Así, podemos tener información muy valiosa para la pesca”.  

La cantidad de satélites que integrarán estos “enjambres” dependerá del objetivo de la misión. El segundo ensayo, previsto para 2028, incluirá por lo menos tres o cuatro aparatos para monitoreo ambiental en tierra y en agua; en particular, para la gestión de incendios en todas sus fases: alerta, mitigación, impacto y recuperación. Tendrán cámaras ópticas en el rango de la luz visible y en el infrarrojo cercano, térmicas (para medir la intensidad del fuego) y podrán trabajar con otro satélite, como el Saocom 2, para registrar humedad del suelo en distinta resolución espacial.

“Al Saocom 2 le vamos a poner lo que llamamos un companion, un ‘compañero’, un satélite chiquito que lo va a acompañar en toda su órbita y lo único que va a hacer es ‘escucharlo’ –explica Frulla–. El primero emite y recibe. El otro solo recibe, pero nos sirve para mejorar la interferometría, ya que nos permite hacerla con más frecuencia. Con el Saocom hay que esperar como mínimo ocho días a que vuelva a pasar por el mismo lugar. En cambio, con un compañero, a medida que pasan, se pueden generar los mapas de diferencias de altura directamente con una visión estereoscópica. Eso permite monitorear inestabilidades del terreno; por ejemplo, cuando se están construyendo grandes obras de infraestructura, en zonas de explotación petrolera o minera, de extracción de agua, de tránsito pesado e incluso que amenacen edificios”. 

Otro proyecto que está en la vanguardia de la complejidad tecnológica es el que llaman “de antena partida”, que se propone “descomponer” el enorme dispositivo del Saocom  (35 metros cuadrados) en diez más pequeñas que se puedan montar cada una en un satélite para luego reconstruir la imagen en Tierra.

Para alcanzar autonomía completa, la Conae y Veng están desarrollando el cohete Tronador, el primer lanzador de América latina. “Estoy muy contento porque logramos el motor ‘de largo tiempo’ [que puede estar encendido todo lo que se requiera y es refrigerado por el propio combustible], cosa que no se había hecho nunca –comenta Marcos Actis, Presidente de Veng Argentina, decano de la facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de La Plata y director del Centro Tecnológico Aeroespacial–. Es un hito muy importante. Toda la parte de estructura también está solucionada. En Pipinas, Provincia de Buenos Aires ya están haciendo los tanques estructurales que irían en el Tronador definitivo. Lo que viene ahora es la turbobomba, que es lo que nos da la capacidad de llegar al espacio. Con eso, llegaríamos a órbitas de 400 kilómetros aproximadamente, y podríamos empezar a hacer lanzamientos y llevar los SARE dentro de un par de años”.

Actis es optimista: después de que hubiera un crédito acordado con la Corporación Argentina de Fomento que se perdió después de 2015, ahora hay otro del BID para seguir avanzando. “Estamos recuperando cosas que quedaron paradas durante cuatro años, como el banco de ensayos motores y hacer todo nuevo…”, comenta.

Y concluye Frulla: “Contamos con la capacidad instalada. Sabemos hacer y comandar satélites. Ahora tenemos que lograr que en la Argentina se incorpore el uso del dato satelital. Falta, pero vamos en buen camino, creciendo paso a paso”.

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