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Cuando Estados Unidos invadía Irak

Autor: Conversacion sobre Historia
Se cumple estos días -20 de marzo/1 de abril de 2003- los 21 años del inicio de  la invasión ilegal e ilegítima de Iraq por parte de EEUU y sus aliados, como por ejemplo la España del gobierno de Aznar, que, además, ni siquiera obtuvo el permiso de la ONU y que consiguió derrocar la dictadura de Saddam Hussein. La  invasión  destrozó toda la infraestructura social económica y política de un país, que aun, a día de hoy sufre sus consecuencias.

Como comentan los expertos del Banco Mundial, la destrucción del estado baathista por las autoridades de ocupación después de 2003 creó un vacío peligroso:

El actual régimen político de Irak, que se apoya en la participación en la renta y el poder compartido de los partidos políticos, ha llevado a la captura del estado por parte de las élites, al clientelismo y al amiguismo generalizados, y a la parálisis política. El sistema político posterior a 2003 surgió de un pacto de élites construido sobre identidades étnicas y sectarias. sus redes de patrocinio para fortalecer su legitimidad, poder y riqueza (Dodge 2019) (…). Además, la creciente fragmentación del panorama político de Irak ha llevado a la inestabilidad política y la parálisis, y ha alimentado la fragilidad.

 En suma, un lúgubre aniversario. En septiembre de 2000, el think tank neoconservador Project for the New American Century publicó un documento en el que esbozaba su visión de la política exterior. En él se pedía que Estados Unidos utilizara su fuerza militar para hacerse con el control de la región del Golfo Pérsico, para “mantener la preeminencia global de Estados Unidos… y [para] conformar el orden de seguridad internacional de acuerdo con los principios e intereses estadounidenses”. ¿Objetivo cumplido?

Conversación sobre la historia 


El 1 de mayo de 2003, el presidente George W. Bush anunció –incurriendo en un error– que las tropas de su país habían cumplido su “misión” en Irak. Ahora bien, veinte años más tarde, la victoria de Estados Unidos, al menos en un sentido, es auténtica: su agresión no le ha supuesto sanción alguna. Y quienes la defendieron (periodistas incluidos) siguen concediendo primacía a la guerra en las relaciones internacionales.

Serge Halimi*

No todos los Estados responsables de una agresión son castigados de igual manera. El Tratado de Versalles (28 de junio de 1919) fue calificado de diktat impuesto por Georges Clemenceau a un país vencido: Alemania. El 22 de junio de 1940, tras tomarse la revancha, Berlín insistió en que la derrota de Francia tuviera lugar en el bosque de Compiègne, en el mismo lugar y el mismo vagón donde Alemania había tenido que firmar el armisticio, el 11 de noviembre de 1918. Mejor no perder el tiempo buscando una simetría formal tan absoluta en el caso de Irak y Estados Unidos, que también libraron dos guerras con un intervalo comparable.

En la primera, que enfrentó a Bagdad con las potencias occidentales, el agresor fue Sadam Husein: el 2 de agosto de 1990, sus fuerzas armadas ocuparon un Estado soberano, Kuwait, lo anexionaron y lo convirtieron en la decimonovena provincia de su país. En el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la condena fue unánime, y el organismo autorizó una intervención militar fulminante, en su mayor parte occidental, que obligó a las tropas iraquíes a abandonar el emirato después de tres semanas de intensos bombardeos y combates terrestres. Irak, a punto seguido, enfrentó un embargo y sanciones implacables. En los diez años siguientes, varios centenares de miles de civiles, con frecuencia niños, murieron a causa de la carencia de agua potable y medicamentos.

Ni siquiera ese calvario fue bastante. Tras el 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush decidió arremeter de nuevo contra el país, esta vez con la excusa de evitar otros atentados en Estados Unidos –sin embargo, los que acababan de cometerse contra el World Trade Center y el Pentágono contaban entre sus ­autores con quince saudíes y ningún iraquí– realizados con “armas de destrucción masiva”. Esto último fue un invento de los servicios de inteligencia estadounidenses, propagado de forma inmediata por la Casa Blanca y los principales medios de comunicación occidentales (con The New York TimesThe Economist y The Washington Post a la cabeza), sin olvidar a una mayoría de parlamentarios (entre ellos Joseph Biden, por entonces senador por Delaware), así como un puñado de opositores iraquíes en el exilio.

La cumbre de las Azores, el 16 de marzo de 2003. De izquierda a derecha, Barroso, Blair, Bush y Aznar (foto: Staff Sgt. Michelle Michaud – DefenseImagery.mil, VIRIN 030316-F-1698N-007)

En marzo de 2003, sin mandato alguno de la ONU y con una excusa tan falaz como la aducida por Rusia diecinueve años después para invadir a su vecino ucraniano, una coalición de un total de 48 Estados –entre ellos Polonia, Italia, Ucrania, España, ­Georgia o Australia– liderados por ­Estados Unidos y el Reino Unido, volvieron a atacar Irak. El entonces ­secretario de Estado Colin Powell había manifestado poco antes que “independientemente del resultado de las ­negociaciones en el Consejo de Seguridad”, el presidente de Estados Unidos disponía de “la autoridad y el derecho de actuar en defensa del pueblo estadounidense y nuestros ­vecinos” (1). Previamente, cinco años atrás, su predecesora demócrata, ­Madeleine Albright, había advertido: “Si debemos recurrir a la fuerza, es porque somos Estados Unidos; somos la nación indispensable. Nos mantenemos firmes y escrutamos en el futuro más allá que otros países” (2).

Cuando Francia y Alemania se opusieron a la intervención militar occidental, el Wall Street Journal, órgano de los neoconservadores, les explicó, francamente irritado, que en lo sucesivo existían dos formas de arreglar los problemas del mundo: “El modo tradicional, a menudo confuso, del consenso y el compromiso internacional, que es el que con frecuencia secundan los europeos; y el otro, menos burocrático y más rápido, que es el que prefiere Washington: Estados Unidos toma decisiones unilaterales y, a continuación, trata de montar coaliciones” (3). Pero ¿con qué fin exactamente? El presidente Bush lo resumió de forma solemne en enero de 2005: “La política de Estados Unidos consiste en apoyar los movimientos y las instituciones democráticas en toda nación y cultura con el propósito último de acabar con la tiranía en el mundo” (4).

Cuando se realizó esta delirante declaración, Irak estaba destruido, la guerra de Estados Unidos proseguía, varias decenas de miles de personas habían muerto, y los refugiados y desplazados se contaban por millones. Sin embargo, aún no había acabado el descenso a los infiernos para este país, que culminó en 2014, cuando la Organización del Estado Islámico (OEI) se hizo con el control de una parte de su territorio.

Pese a que este saldo hoy ya no se discute (excepto por algunos fanáticos), como tampoco la ilegalidad de la guerra emprendida por Estados Unidos, ¿qué sanciones ha suscitado semejante avalancha de calamidades y tan flagrante violación del derecho internacional? Ninguna. Ni embargo, ni congelación de bienes, ni exigencia de reparaciones, ni proceso en el Tribunal Penal Internacional, ni cierre de los McDonald’s, ni boicot de Coca-­Cola. No solo nadie reclamó nada por el estilo, sino que lo que prosperó fue una inquietud de signo contrario en cuanto Bagdad cayó en abril de 2003: todos trataron entonces de apaciguar la cólera del agresor, el cual, escandalizado por la desaprobación de dos de sus aliados europeos, optó –según una conocida fórmula atribuida a Condoleezza Rice, por entonces consejera de Seguridad Nacional del presidente Bush– por “castigar a Francia, ignorar a Alemania y perdonar a Rusia”.

El secretario de Estado Colin Powell y la consejera de seguridad nacional Condoleezza Rice con el presidente Bush (foto: Jaime Puebla/AFP)
Unos aliados magnánimos

Castigar a Francia… Maurice Gourdault-Montagne, asesor diplomático de 2002 a 2007 del presidente francés Jacques Chirac, cuenta que su encuentro en Washington con Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa estadounidense, unas semanas antes del comienzo de la guerra, “fue sin duda uno de los momentos más desagradables de mi larga carrera como diplomático. […] Todo en su actitud, su mirada, sus gestos, su dedo apuntándome, subrayaba la poca estima en que tenía a Francia y a sus dirigentes, que a sus ojos encarnaban el derrotismo y la cobardía” (5). En sus memorias, Jacques Chirac relata otra reunión de Gourdault-Montagne, esta vez con Condoleezza Rice. Poco después de la caída de Bagdad, el enviado del presidente francés propuso la cooperación de París con las autoridades de ocupación. Rice se negó a dar curso a la solicitud aduciendo: “Hemos pagado esta victoria con nuestro dinero y la sangre de nuestros soldados. No os necesitamos” (6). Como recuerda ­Gérard Araud, por entonces director de Asuntos Estratégicos en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés, Estados Unidos “no se ahorraba ninguna mezquindad para infligirnos afrentas en ­todos los ámbitos en los que podía castigar nuestra actitud, se oponía a la ­nominación de franceses en las organizaciones internacionales, […] daba a entender que Francia había enviado armas a Sadam Husein” (7).

Sin embargo, la aparentemente triunfante aventura militar no tardó en torcerse: se multiplicaban los saqueos y los atentados, el caos se generalizaba, suníes y chiíes se mataban entre sí, muchos soldados estadounidenses perdían la vida. En esas condiciones, la “comunidad internacional”, vilipendiada semanas antes, volvió a serle útil a Washington. Llegó el apaciguamiento: “Los estadounidenses no tardaron en darse cuenta de que necesitaban a Francia para aprobar en el Consejo de Seguridad las resoluciones sobre la posguerra en Irak –explica Gourdault-Montagne–. A partir de junio de 2003, Condoleezza Rice me llamaba antes de cada debate en el Consejo de Seguridad para armonizar las posturas de nuestros dos países. Trabajamos juntos en la adopción por unanimidad de todas las resoluciones presentadas a ese propósito”. Así fue como la resolución 1511 del Consejo de Seguridad, aprobada por unanimidad –lo que incluye a Francia, China y Rusia–, acabó por avalar el protectorado estadounidense de Irak y la violación de la Carta de las Naciones Unidas.

De manera que el culpable quedó impune. Y no solo eso: también se hizo con un buen montón de prebendas… De entrada, Estados Unidos se reservó los más jugosos contratos petroleros de Irak. Algunos miembros del círculo más cercano al presidente –quien anteriormente había sido gobernador de Texas–, buenos conocedores del asunto, lo apreciaron en lo que valía: el vicepresidente Richard Cheney había presidido la empresa de ingeniería petrolera Halliburton, y Condoleezza Rice había puesto su talento durante nueve años al servicio de Chevron. Otra coincidencia providencial: numerosas empresas favorecidas por el ocupante habían desembolsado dinero en la campaña presidencial de Bush (8). Por último, habida cuenta de que Irak estaba destruido y, al mismo tiempo, bajo tutela estadounidense, Washington reclamó que los acreedores de Bagdad, con Francia a la cabeza, renunciaran al reembolso de la deuda contraída por el exdictador. Gourdault-Montagne cuenta lo siguiente: “Después de la gira por las capitales realizada por [el exsecretario de Estado estadounidense] James Baker, procedimos a renegociar la deuda iraquí con Francia (que se elevaba a 80.000 millones de dólares) convencidos de que esa decisión […] ayudaría a permitir que retomáramos la comunicación con nuestros socios”. Y añade: “Pese a que los hechos nos daban la razón de sobra, nos cuidamos mucho de proclamar que estábamos en lo cierto”. Los aliados de Estados Unidos saben mostrarse magnánimos cuando los estragos son obra de Washington.

En Francia, sin embargo, la hostilidad sin ambages de Chirac –líder de lo que entonces dio en llamarse el “bando de la paz”– a la invasión de Irak merecía la aprobación de sus conciudadanos. Según un sondeo publicado el 28 de abril de 2003 por Le Figaro, el 84% de los franceses juzgaba que el presidente “tenía razón al oponerse a Estados Unidos”. Como él mismo afirmaría más adelante, “es en el seno de las élites, o las consideradas como tales, donde se dejan oír las voces discordantes. Entre algunos de nuestros diplomáticos tiende a propagarse una ahogada pero perceptible inquietud a propósito de los riesgos de un aislamiento de Francia. Los mensajes más insistentes me llegan del Medef [Movimiento de Empresas de Francia, la principal organización patronal del país] y de ciertos empresarios del CAC 40 [índice bursátil francés de referencia], en los que se me recomienda que me muestre más flexible con Estados Unidos, so pena de hacer que nuestras empresas pierdan mercados importantes. […] No se quedan atrás de las corrientes más atlantistas tanto en la mayoría como en la oposición” (9).

Los presidentes Bush y Chirac durante la cumbre del G8 en Evian, en junio de 2003 (foto:Alexander Nemenov/AFP)
Un trío de exaltados proestadounidenses

Gracias a las revelaciones de WikiLeaks y a Julian Assange, más tarde supimos que François Hollande y Pierre Moscovici (10) se contaban entre estos “atlantistas de la oposición”. En 2006, de hecho, acudieron a la embajada de Estados Unidos en París para informar a Washington de que, en caso de que al año siguiente saliera elegido un presidente socialista, Bush no tendría que temer críticas en exceso vehementes a su política.

Tratar de limar asperezas con el amo estadounidense, llegando incluso a defender sus políticas, también había sido la elección de los medios de comunicación franceses, menos diplomáticos cuando los agresores no son los prebostes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Podía encontrarse en Francia apresuradas reproducciones de las requisitorias de la prensa estadounidense contra el Elíseo. Así, poco antes de que el semanario US News and World Report escribiera que “en Europa, la cobardía y el apaciguamiento de Hitler en la década de 1930 se asemejan a la lamentable actuación de la Francia y la Alemania de hoy. […] En ambos casos, Francia tenía un líder débil, insensible al creciente peligro procedente del extranjero y a un antisemitismo que iba ganando terreno” (11), Pascal Bruckner ya había hilvanado la misma analogía. Tomándola contra Le Monde diplomatique, culpable de haber titulado un número de Manière de voir con “El imperio contra Irak”, escribió: “Si el desembarco de junio de 1944 sucediera en nuestros días, podemos apostar a que el tío Adolf gozaría de las simpatías de innumerables humanistas y radicales de extrema izquierda solo porque el tío Sam trata de aplastarlo” (12).

Bernard-Henry Levy, André Glucksman y otros intelectuales franceses partidarios de la invasión de Iraq (foto: Marianne)

Pero el bando proestadounidense superaba con mucho el trío de exaltados formado por Bruckner, Romain Goupil y André Glucksmann, a quienes hay que añadir a Dominique Moïsi, Jean-François Revel, Bernard Kouchner, Stéphane Courtois, Gérard Grunberg y Françoise Thom. El director de L’Express, Denis Jeambar, rezongó que “ahíto de comodidades, el mundo occidental ya no quiere correr el menor riesgo. Ni siquiera el de luchar en defensa de sus ideales” (6 de marzo de 2003), mientras que Claude Imbert, editorialista y fundador de Le Point, creía haber desentrañado el verdadero motivo de la hostilidad de Chirac a esta guerra: “En Francia tenemos una inmigración islámica que hay que gestionar. Y una política árabe […] que sigue siendo una vaca sagrada en el Ministerio de Asuntos Exteriores” (21 de marzo de 2003). Imbert admitía que Estados Unidos había “cometido errores previsibles en la ejecución de su respuesta”, pero recordaba que “es bajo su ala donde está la protección de nuestras libertades y nuestros bienes” (4 de abril de 2003).

La idea de que Francia debía ayudar a Washington a normalizar su presencia en Irak fue retomada por Libération (Serge July), Le Nouvel ­Observateur (Laurent Joffrin), France Inter (Bernard Guetta) y muchos otros. Bernard-Henri Lévy juzgaba de importancia “salvar a los soldados Bush y [Anthony] Blair de este desastre” con el fin de luchar contra el “auge del terrorismo internacional”. También luchar contra el “antiamericanismo que ha alimentado Dominique de Villepin” (Kouchner), con su “estela de antisemitismo que revela a las claras” (July). El 4 de abril de 2003, Guetta decretó: “No hay lugar para titubeos. Por supuesto, todas las democracias desean la victoria de Estados Unidos”. Su amigo Joffrin no discrepaba: “Más vale que Bush lo consiga”.

Tanto en Francia como en Estados Unidos, la mayor parte de los “halcones” de la guerra de Irak tuvieron carreras brillantes y apoyaron otras guerras. Bush hasta se ha convertido en un ídolo para los demócratas desde que se pronunció contra Donald Trump. Aunque a veces no puede evitar cometer nuevos errores. Como en mayo de 2022, cuando, antes de rectificar –un tanto azorado–, el expresidente criticó a Vladímir Putin y su “invasión brutal y totalmente injustificada de Irak”…

Bernard Henry-Levy en el Kurdistan iraquí en 2017 (foto: Marc Roussel)
Notas

(1) Citado por Phyllis Bennis, “The UN, the US and Iraq”, The Nation, Nueva York, 11 de noviembre de 2002.

(2) Entrevista concedida a la NBC, 19 de febrero de 1998.

(3) “How France, Germany united to undermine US designs on Iraq”, The Wall Street Journal, Nueva York, 26 de marzo de 2003.

(4) Discurso de toma de posesión, 20 de enero de 2005.

(5) Maurice Gourdault-Montagne, Les autres ne pensent pas comme nous, Bouquins, París, 2022.

(6) Jacques Chirac, Le Temps présidentiel. Mémoires, Nil, París, 2011. Léase también Vincent Nouzille, Dans le secret des présidents, Fayard-LLL, París, 2010.

(7) Gérard Araud, Passeport diplomatique. Quarante ans au Quai d’Orsay, Grasset, París, 2019.

(8) Léase Ibrahim Warde, “Irak: Eldorado perdido”Le Monde diplomatique en español, mayo de 2004.

(9) Jacques Chirac, op. cit.

(10) NDLR: François Hollande, del Partido Socialista, fue presidente de Francia entre 2012 y 2017; Pierre Moscovici ocupó el cargo de ministro de Economía durante la presidencia de Hollande y comisario europeo de Asuntos Económicos.

(11) John Leo, “Springtime for Saddam”, US News and World Report, 17 de marzo de 2003.

(12) Pascal Bruckner, “Paradoxal pacifisme”, Le Monde, París, 4 de febrero de 2003.

*Serge Halimi es consejero editorial del director de la publicación. Director de Le Monde diplomatique entre 2008 y 2023

Fuente: Le Monde Diplomatique en español, junio de 2023

Portada: bombardeo de Bagdad el 21 de marzo de 2003 (foto: Reuters)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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