A finales de los años 40, el mundo cambiaba rápidamente. Hasta ese momento, el siglo se había caracterizado por la inestabilidad: se habían disputado dos Guerras Mundiales, se habían roto códigos secretos de criptografía e, incluso, se había comenzado a soñar con viajar al espacio. Pero, lamentablemente, había una batalla mucho más grande que aún se estaba librando: la de la lucha contra contra las infecciones por hongos.
Enfermedades como la candidiasis, potencialmente mortales en personas inmunodeprimidas, no tenían un tratamiento eficaz. Y entonces, en medio de ese panorama, dos mujeres científicas, separadas por casi 300 kilómetros, comenzaron a enviarse frascos por correo. Pero lo que contenían no eran cartas, ni dulces, ni muestras de perfumes… Sino cultivos de microorganismos, resultados de laboratorio y pequeñas esperanzas embotelladas.
DOS MUJERES Y UN OBJETIVO COMÚN
Elizabeth Lee Hazen nació en 1885 en Mississippi y quedó huérfana muy joven, por lo que su camino hasta la ciencia no fue ni directo, ni especialmente sencillo. Para costearse sus estudios, trabajó como maestra durante sus primeros años de juventud,estudió biología y, tras muchos años de perseverancia, consiguió lo que tanto había ansiado: obtener su doctorado en microbiología. Así, en los años 40, ya con una larga carrera a cuestas, entró a trabajar en el Departamento de Salud de Nueva York, donde se dedicaba a investigar hongos patógenos que afectaban a los humanos y mantenían un objetivo muy claro: encontrar organismos en la Tierra capaces de eliminar esas infecciones sin dañar al paciente.
Por otro lado, a 300 kilómetros de allí, en Albany, trabajaba Rachel Fuller Brown, una química brillante nacida en 1898. Licenciada en Mount Holyoke y doctora por la Universidad de Chicago, era especialista en el análisis químico de compuestos orgánicos. Y, aunque al principio su campo eran las bacterias, toda su carrera dio un giro cuando comenzó a colaborar con Hazen: mientras una cultivaba una cepa de microorganismos, la otra analizaba sus propiedades.
Pero lo más increíble de todo es que nunca compartieron un laboratorio. Toda su colaboración se basaba en el envío de muestras por correo postal. Es decir, frasquitos de vidrio con cultivos, etiquetas con anotaciones a mano, cartas con resultados y observaciones que cruzaba Nueva York cada semana. En una época sin correos electrónicos o sin llamadas, aquellas cajas que iban y venían se convirtieron en un canal de una de las investigaciones más importantes del siglo XX.

Elizabeth Lee Hazen y Rachel Fuller Brown, auqneu nunca llegaron a trabajar juntas en el mismo laboratorio, descubrieron el primer antifúngico.
ESCONDIDO EN LA TIERRA
Pero el proceso no fue un camino de rosas. De hecho, fue largo y plagado de decepciones. Hazen recogía muestras de tierra de jardines, campos y hasta de parques infantiles, para luego, en su laboratorio, cultivar microorganismos y observar si alguno mostraba actividad antifúngica. Casi siempre, esto no tenía mucho éxito pero, a la mínima que veía algo prometedor, preparaba una muestra y la enviaba a Brown. Ella, en Albany, analizaba la sustancia química producida por ese microorganismo y evaluaba su toxicidad.
Durante mucho tiempo, la mayoría de los compuestos que iban identificando mataban los hongos, sí… pero también resultaban peligrosos para los humanos o para los animales de laboratorio. Una y otra vez, la esperanza desaparecía. Pero en 1948, todo cambió. Hazen cultivó una cepa obtenida del jardín de unos amigos: un hongo del género Streptomyces, que producía una sustancia con efectos antifúngicos potentes y seguros. Y, cuando Brown lo aisló… ¡voilá! Confirmó que era eficaz contra la Candida albicans, Histoplasma y otros hongos comunes.

Imagen de una cepa de Streptomyces
Aunque al principio bautizaron a la sustancia como “fungicidin”, a día de hoy lo conocemos como nistatina, nombre que adoptó en honor al Departamento de Salud del Estado de Nueva York. Por primera vez en la historia, existía un medicamento que podía tratar infecciones por hongos sin poner en riesgo la vida de las personas.
UNA LÍNEA DE DEFENSA
De esta forma, tras comprobar que la nistatina era eficaz y, sobre todo, segura, las científicas comenzaron el proceso de patentado y producción a gran escala. En 1950, presentaron oficialmente su descubrimiento, y en 1954, la farmacéutica Squibb, hoy parte de Bristol-Myers Squibb, comenzó a fabricarla comercialmente. En 1957, la nistatina recibió su patente oficial.
Y desde entonces, se ha convertido en un compuesto clave. En poco tiempo, se convirtió en la primera línea de defensa contra infecciones fúngicas en personas con sistemas inmunológicos debilitados, personas sometidas a quimioterapia o recién nacidos. Además, encontró aplicaciones interesantes también fuera de la medicina: se utilizó para proteger obras de arte y edificios antiguos de los hongos causados por la humedad.
Hoy, la nistatina figura en la Lista de Medicamentos Esenciales de la OMS, y aunque hay antifúngicos más recientes, esta sigue siendo un pilar del tratamiento médico. Porque, lo que comenzó con frascos enviados por correo, se convirtió en una herramienta esencial para la salud pública global.