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La estudiante de Medicina que dejó todo para ser monja de clausura

Autor: Angel Benito

Silencio mayor. Tan sobrecogedor que retumba. Es el nombre que las Clarisas del ‘Sagrado Corazón de Jesús’ dan al momento en que nada se interpone entre ellas y la oración. En un mundo caracterizado por la falta de vocaciones, a veces ocurren milagros. A las seis menos cinco de la mañana suena la campana. Sara Martín se frota los ojos y empieza su jornada. A su izquierda, tan solo una silla de paja, una mesa de madera y un farolillo que protege una pequeña vela de cera que alumbra su celda. No hay calefacción. Hace siete meses que ingresó en el Monasterio de las Clarisas en Cantalapiedra. Era el 11 de agosto, festividad de Santa Clara, cuando entró en el convento y dejaba atrás a su familia y un grado de Medicina. Se había cumplido su deseo: ser monja de clausura.

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Sara Martín recibe a los visitantes con timidez. Desde que ingresó en las Clarisas las únicas visitas a través del locutorio han sido de familiares. En su rostro aún refleja los restos del acné. Tiene solo 19 años pero una madurez para reivindicar una decisión drástica. «Realmente yo no lo decido, es el Señor, los planes de mi vida eran totalmente diferentes», reconoce. Asu lado está la madre superiora. Apenas interviene ¿Eres feliz? «Sí, mucho. La verdad es que no puedo serlo más», refleja sin que ninguna duda surque sus labios.

Frente a otro tipo de vocaciones asentadas en familias católicas, Sara no ha vivido una infancia creyente más allá de la religiosidad de su abuela. Fue en la pandemia cuando la vida le tenía preparado lo que ella denomina «conversión». «Mi madre y yo nos convertimos durante el confinamiento. Fue un proceso muy bonito. Yo siempre había tenido muchas inquietudes y dudas sobre el mundo. Nos fuimos acercando a la fe a través de vídeos y testimonios. Empezamos a hacer oración que me hizo afianzarme en la fe y recibir la gracia». De aquellos vídeos no se le olvida la imagen de las religiosas. «Las veía muy felices y yo sentía algo dentro de mí que me estaba llamando». Las puertas volvieron a abrirse y regresó a las aulas de 1º de Bachillerato que esperaban el regreso a la normalidad. «Intentaba acallar esa llamada con el día a día, pero por otra parte reconocía que Dios me estaba pidiendo algo pero no sabía bien el qué». En aquella normalidad volvían los amigos, los estudios, los deseos de estudiar Medicina. Empezó la catequesis de Confirmación y allí tuvo un nuevo ‘flechazo’ cuando fue al monasterio de las Clarisas de Cantalapiedra. «Nada más cruzar las puertas no podía parar de llorar. Yo vi en ellas una alegría y una felicidad sincera que no venía de lo efímero, sino de una felicidad verdadera que solo podía proceder del Señor». La madre superiora, aún lo recuerda: «Aquel día vi a una persona con mucha inquietud y que estaba muy emocionada». Sara salió de allí con la sensación de que volvería. No sabía aún que sería su futuro hogar.

La vida seguía para Sara y las dudas cada vez eran más fuertes. Tuvo más ‘flechazos’ que le harían decidirse. Como el momento en que abrió una Biblia al azar en el monasterio del Corpus y cayó en un versículo de Isaías que decía: ‘Tu esposo es tu hacedor’. «Vi confirmadas las esperanzas de entregar mi vida al Señor, pero aún no sabía si era un engaño de mi mente». Concluyó 2º Bachillerato con una buena nota en la EBAU que le permitió matricularse en la Facultad de Medicina. Ese verano hizo el Camino de Santiago y conoció a las Siervas de Jesús, una orden que le podía ayudar a discernir si dedicarse a la vida activa o contemplativa.

El inicio del ambiente universitario le hizo acallar de nuevo la llamada. «El mundo arrastra mucho y te vas dejando llevar y te alejas de lo importante», reconoce. En un fin de semana coincidían unos ejercicios espirituales y una convivencia de las Siervas de Jesús. «Yo me dirigí al Señor y le dije arréglamelo tú, que yo soy un desastre eligiendo». La convivencia se suspendió y vio más libre el camino. «En ese momento ya sentí que lo que el Señor quería para mí es que fuera como el ángel que le consoló en el Huerto de los Olivos en medio de su agonía y soledad. En el cristianismo hay mucha tibieza y está muy solo en la eucaristía ». Aquel día al concluir los ejercicios espirituales se le vino a la mente la custodia en forma de corazón de Las Clarisas. Solo había estado cinco minutos en aquella capilla y la imagen le retumbaba en la mente. Ya no eran casualidades. «El Señor me estaba llamando y ya sabía para qué». Sin embargo, el camino no fue fácil. El impacto que causó en su familia la decisión le hizo replantearse todo. Nuevas inseguridades. «Mis amigos de los círculos católicos me apoyaron, aunque a los del instituto y la universidad les costó comprender que renunciaba a mi sueño de hacer Medicina».

Envió un correo electrónico a las Clarisas que nadie contestó. «Estaba inservible», le reconoce la madre superiora. De nuevo, la providencia le echó una mano. El actual seminarista, Mario Cabrera, le informó que habría una convivencia para jóvenes en el monasterio. «El Señor no me lo podía poner más claro». La madre superiora explica lo que le impactó su presencia. «Nunca había visto nadie de fuera de la comunidad que me explicara a mí, mi propio carisma sin conocerlo ». Entró a formar parte del aspirantado mientras acababa el curso de 1º de Medicina. «Recuerdo que mis dudas se disipaban al entrar en el convento». Empezó a entender votos como el de pobreza «para que tu única riqueza sea Cristo».

Yllegó el día de la profesión. Un día que recuerda «duro» y a la vez «gratificante». «Estaba contenta pero era duro porque dejaba atrás a mi familia porque, como es normal, les iba a echar mucho de menos y ellos a mí. Es un momento de desprendimiento que no es fácil. Irse de casa siempre es duro», asume. La sonrisa se le marca en toda su extensión al resumir «7 meses geniales» en los que aprende a orar cantando, usando el obrador o los oficios de la huerta. «A diferencia del mundo exterior, aquí te enfrentas a la realidad cada día. No huyes ni das la espalda a los problemas». Sara valora el regalo del silencio en un mundo donde cinco minutos sin ruido se convierten en asfixiantes. Aún le queda mucho por aprender. La madre superiora recuerda que son más de 9 años entre noviciado, votos temporales y finalmente recibir el anillo de esposa de Cristo. Reconoce que en estos meses sigue «sin dudas». El trabajo se hace en comunidad, pero siempre en silencio, salvo en los momentos de recreo. «El noviciado es una algarabía», reconoce la madre e incide: «Cómo tiene que ser».

Las puertas del convento se cierran. La sonrisa de Sara sigue perenne.

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