Después de tres años seguidos premiando a escritores –los españoles Álvaro Pombo y Luis Mateo Díez y el venezolano Rafael Cadenas–, la 50.ª edición del premio Cervantes –que solo han ganado seis mujeres desde 1976– parecía destinada a reconocer a una autora latinoamericana, pero las quinielas, basadas en normas no escritas, fallaron o solo acertaron a medias.
Porque fue el de Gonzalo Celorio (México, 1948), el nombre que pronunció el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, en su comparecencia, más tardía de lo previsto, para anunciar el ganador del premio más prestigioso de las letras hispánicas, dotado con 125.000 euros.
El jurado eligió a este editor, ensayista, narrador, catedrático y crítico literario mexicano con raíces familiares en Llanes (Asturias) por “la excepcional obra literaria y labor intelectual con la que ha contribuido de manera profunda y sostenida al enriquecimiento del idioma y de la cultura hispánica”, leyó el ministro el dictamen.
“Lo recibo muy honrado y muy emocionado. Honra mi vocación literaria, mi amor por la lengua española y mi devoción cervantina”, dijo anoche a la agencia Efe tras conocer que había ganado el premio Cervantes, que lo sitúa junto a otros mexicanos a los que admira como Octavio Paz o Elena Poniatowska: “Es un reconocimiento a esta prodigiosa lengua que hablan más de 500 millones de personas, de una vastísima riqueza”.
Según el jurado, “a lo largo de más de cinco décadas, Gonzalo Celorio ha consolidado una voz literaria de notable elegancia y hondura reflexiva en la que conjuga la lucidez crítica con una sensibilidad narrativa que explora los matices de la identidad, la educación sentimental y la pérdida”.
“Su obra es al mismo tiempo una memoria del México moderno y un espejo de la condición humana” y “en sus libros resuenan la ironía, la ternura y la erudición, trazando un mapa emocional y cultural que ha influido en generaciones de lectores y escritores”, se destaca.
En suma, “Celorio representa la figura del escritor integral: creador, maestro y lector apasionado. Constructor de un legado invaluable que honra la lengua española y la mantiene viva en su forma más alta: la de la palabra que piensa, siente y perdura”, ensalza el jurado.
A sus 77 años, el escritor mexicano, que es, después de Pombo y Mateo Díez el tercer académico de la lengua que se alza con el Cervantes de forma consecutiva, atesora una larga trayectoria, también como docente, por la que ha sido reconocido como una de las figuras más destacadas de la literatura latinoamericana contemporánea.
El palmarés distingue con él al cuarto hombre seguido, así como al tercer académico de la lengua consecutivo
Entre sus obras más reconocidas se encuentran las novelas Amor propio, El viaje sedentario, Y retiemble en sus centros la tierra, El metal y la escoria y Mentideros de la memoria, así como los ensayos Los subrayados son míos y Cánones subversivos. Y es asimismo el autor de Tres lindas cubanas (Tusquets), obra de corte autobiográfico que publicó en el 2006 y en la que indaga en el pasado familiar.
En esta novela, Celorio, cuyo segundo apellido es Blasco, narra la historia de las hermanas Blasco Milián, su familia materna, desde los años veinte y hasta más allá de la revolución de 1959, que las separa y confronta, valiéndose de los viajes que él mismo hizo a La Habana durante tres largas décadas en las que va observando los vaivenes políticos y sociales de Cuba, el país de escritores tan admirados como Alejo Carpentier, a los que rinde homenaje.
La trayectoria de Gonzalo Celorio, cuyo nombre se sumará a partir de ahora a los de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Fernando del Paso, los otros seis mexicanos merecedores del Cervantes, ha sido distinguida con numerosos reconocimientos. En 1996, recibió la Orden de la Cultura Nacional del Ministerio de Cultura de Cuba.
El escritor mexicano Gonzalo Celorio
José Méndez / EFE
Hace apenas un mes que la editorial Tusquets ha publicado su último libro, Ese montón de espejos rotos, en el que Celorio sigue ahondando en la saga sobre sus orígenes, irónicamente llamada “una familia ejemplar”, pero esta vez no desde la ficción sino a través de unas memorias en las que va entretejiendo su vida privada con la pública desde su juventud, en la que ya alentaba su vocación literaria, hasta sus tareas de difusión cultural y académicas, pasando por sus años de formación intelectual y sin olvidar su faceta más íntima y de menos relumbrón: “Cuando visitaba con enfermiza asiduidad el Bar León para oír música guapachosa, los parroquianos no podían creer que yo fuera un ‘respetado’ profesor universitario…”, escribe en su último libro.
