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¿Es la violencia política el destino de la democracia estadounidense?

Autor: Ramon Gonzalez Ferriz

El intento de asesinato de los presidentes y los candidatos presidenciales es una de las más terribles tradiciones de la democracia estadounidense. Varios de ellos —los de Abraham Lincoln, John Fitzgerald Kennedy o su hermano Robert— cambiaron el destino de la nación. Por suerte, Donald Trump sobrevivió ayer, como lo hicieron antes Theodore Roosevelt o Ronald Reagan. Hay que celebrarlo. Pero este caso resulta especialmente ominoso.

No solo es un giro siniestro en una campaña dominada por el caos, sino un nuevo golpe a una democracia que muestra evidentes señales de declive. Y parece dar la razón a quienes creen que, cuando la polarización es tan extrema como lo es hoy en Estados Unidos, conduce de manera inevitable a la violencia política.

Obviamente, el acto de ayer puede ser el producto de una mente desequilibrada sin conexiones políticas. El hecho de que más de un tercio de los estadounidenses disponga de un arma facilita esta clase de ataques. Y estos se dan incluso en países mucho más pacíficos y en los que las armas son escasas: hace apenas dos años, un hombre asesinó al ex primer ministro de Japón Shinzo Abe por confusas motivaciones religiosas.

Pero resulta difícil no ver el intento de homicidio como un paso más en un clima de enfrentamiento civil. Su muestra más extrema fue, por supuesto, el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2020. Pero en la última década ha habido muchos otros casos, aunque no fueran ni mucho menos tan graves, de la utilización de la violencia como herramienta política. La condena del atentado de ayer debería ser unánime y nadie debería interpretarla como una provocación o un pretexto para cometer nuevos actos violentos. Sin embargo, es posible que eso sea justamente lo que suceda. Nada resultaría más temible que una escalada.

Los avisos constantes

Porque son muchos los avisos recientes acerca de la posibilidad de que la decadencia democrática estadounidense conduzca a una violencia más generalizada. En una entrevista publicada recientemente en este periódico, dos de los más reputados estudiosos de la política del país, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, afirmaron que “la amenaza de una guerra civil a gran escala es relativamente baja. Aun así, es real el riesgo de vernos arrastrados a un escenario bastante aterrador”. En otra, al historiador Peter Turchin, este me dijo: “La pregunta no es si habrá violencia en Estados Unidos, sino cuánta sangre se derramará”.

Uno de los libros más comentados recientemente en Estados Unidos fue How Civil Wars Start, de la profesora de relaciones internacionales Barbara F. Walter. Esta sostenía que en Estados Unidos se empiezan a dar las condiciones que en otros países han conducido a una guerra civil: no solo una gran polarización y la generalizada tenencia de armas, sino también la aparición de políticos que explotan las divisiones étnicas y culturales, la existencia de milicias o el miedo de una “facción depredadora”, como llama al partido republicano, a perder el dominio del país. Hubo consenso en considerar que esos argumentos eran exagerados, o directamente absurdos. Pero es un hecho que esa constante conversación acerca de la violencia como destino inevitable puede acabar teniendo algo de profecía autocumplida.

Si no violencia, al menos caos

A mi modo de ver, los precedentes históricos más evidentes se remontan a los años sesenta del siglo pasado. Fue un momento de una enorme polarización entre las nuevas formas de izquierda —en las que se mezclaba el radicalismo pueril de una parte de los jóvenes con la justificada lucha por los derechos civiles y la denuncia de la Guerra de Vietnam— y un conservadurismo que sentía que las esencias del país estaban siendo destruidas. Los paralelismos con la actualidad son llamativos. Entonces no solo murieron violentamente los hermanos John y Robert Kennedy, sino también Martin Luther King. Las convenciones en las que se debía escoger a los candidatos de los dos partidos, que tuvieron lugar poco después del asesinato de los dos últimos, fueron un caos con numerosas muestras de violencia.

Este año, la convención republicana empieza mañana; la demócrata, a finales de agosto. En los años sesenta, el caos generado por esa división extrema sumió al país en una decadencia política de la que tardó en salir, por lo menos, una década y media. Hoy, eso podría ir incluso más allá. No se habló de una autocracia entonces; hoy no se habla de otra cosa, y aunque el partido demócrata tenga una parte importante de la culpa por el clima actual, y sea el responsable de presentar a un candidato incapaz como Joe Biden, son partes del republicano las que están hablando abiertamente de un poder ejecutivo sin límites que restaure la jerarquía cultural y política tradicionales del país.

El intento de asesinato de esta madrugada ha sido dramático, aunque no conduzca a una escalada. Pero resulta difícil pensar que la violencia termine aquí. La única buena noticia que podría salir de esto, además de la supervivencia de Trump, es que las elecciones se lleven a cabo sin violencia y con normalidad, y que sean estas las que, sea cual sea el resultado, decidan el destino de Estados Unidos. Pero hoy hasta eso, que debería darse por sentado, parece un exceso de optimismo.

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