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Prudencia y disciplina: la relevancia socioeconómica de la religión

Autor: Ruben Folguera Agra

Celebrando un año más la Semana Santa, y rememorando la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, resulta imprescindible reflexionar sobre la relación que existe entre economía y religión, porque en este encuentro confluyen, además, dos de los pilares más importantes de la civilización occidental: la economía de libre mercado y la tradición judeocristiana. Ambas dimensiones –la económica y la religiosa– están estrechamente vinculadas, y en la propia Biblia encontramos algunos pasajes donde podemos comenzar a ver esta relación.

El Génesis nos habla de un Faraón egipcio que en sueños vio cómo subían del río Nilo siete «hermosas y gordas» vacas, tras las cuales subieron otras siete «escuálidas y flacas» que, finalmente, terminaron por devorar a aquéllas otras. Esto, no obstante, no sirvió para alimentarlas, porque su aspecto no dejó de ser tan raquítico como el de antes. De este modo, la Biblia trata de advertirnos de la importancia de la previsión (algo que puede ser aplicado, entre otros ámbitos, a las finanzas y la economía doméstica), porque, como muestran las Sagradas Escrituras, el Faraón decidió consultar a un joven hebreo que tenía la capacidad de interpretar los sueños de los demás gracias a la ayuda de Dios llamado José, quien le explicó lo siguiente:

«Dios ha mostrado al Faraón lo que él va a hacer. Van a venir siete años en que habrá abundancia en todo Egipto. Luego vendrán siete años de hambre que harán olvidar toda la abundancia de Egipto; el hambre consumirá al país. La abundancia anterior se olvidará a causa del hambre que sobrevendrá, que será muy dura. Y el repetirse dos veces el sueño del Faraón –puesto que éste había visto también cómo de una caña salían siete espigas «granadas y lozanas», que fueron seguidas por otras siete «marchitas, raquíticas y quemadas por el viente del este»– significa que la cosa está firmemente decidida por Dios y que está a punto de realizarla. Procúrese el Faraón un hombre inteligente y sabio y póngalo al frente de Egipto. Nombre también el Faraón intendentes para todo el país, que recauden la quinta parte de la cosecha de Egipto durante los siete años de abundancia, recojan todos los víveres de estos años buenos que vienen, almacenen el trigo bajo la autoridad del Faraón, depositen los víveres en las ciudades y los guarden en ellas. Estos víveres servirán al país de reservas para los siete años de hambre que vendrán en Egipto, y así el país no morirá de hambre» (Génesis 41:1-25).

Del mismo modo, podemos encontrar enseñanzas económicas en diversas parábolas.

Precisamente, hace apenas unas semanas publicamos en Libre Mercado una entrevista realizada por Domingo Soriano al padre Robert Sirico con motivo de la publicación de su libro La economía de las parábolas con el Centro Diego de Covarrubias. En ella, el padre Sirico explicaba que, por ejemplo, la parábola de los trabajadores de la viña (Mateo 20:1-16) es una lección sobre teoría del valor y productividad, mientras que la parábola del buen samaritano (Lucas 10:30-37) nos ayuda a comprender cómo el Estado de Bienestar socava las bases de la cohesión social al fomentar la despreocupación personal por los demás.

La importancia de los valores

Sin embargo, la influencia de la religión en la economía no se reduce simplemente a proporcionar saberes proverbiales o consejos de carácter financiero. Lo cierto es que hay una faceta de esta relación entre economía y religión que suele pasarse por alto y que, sin embargo, es lo que en última instancia posibilita el próspero desarrollo económico de una sociedad y la preservación de las virtudes morales en la misma: la importancia de los valores.

Entendiendo los valores como el conjunto de costumbres y modos de comportamiento de una sociedad –que, a su vez, provendrían de una determinada cosmovisión–, debemos considerar que éstos influyen directamente en su organización política, en el modo de vivir en comunidad y en lo que Marx llamaría el modo de producción, es decir, la forma en que se organiza la estructura productiva. Por esta razón, estos valores inciden directamente en el desempeño económico de la misma, por lo que podemos decir que existen valores que favorecen –aunque, como todo en ciencias sociales, no determinan– el éxito o el fracaso de una sociedad en términos económicos.

Naturalmente, esto no quiere decir que tener una ideología u otra, tener tendencias más egoístas o más altruistas, o ser creyente o ateo, sea un factor diferencial, porque aquí no estamos limitando el concepto de los valores a su dimensión moral. No obstante, el modus vivendi de una sociedad sí puede influir en este aspecto en tanto que ese conjunto de costumbres hará que una sociedad se rija por un conjunto costumbres que tendrán también una determinada manifestación en el ámbito económico.

De esta forma, que una sociedad sea más o menos disciplinada, tienda en mayor o menor medida a ahorrar o a consumir en exceso, o presente ciertos niveles de responsabilidad y prudencia, sí terminará por inclinar la balanza hacia su éxito o fracaso económico. Al respecto, el propio Adam Smith, alertando de los peligros que se ciernen sobre las sociedades en la que se produce un relajamiento de los valores y las costumbres, explica que «los vicios frívolos son siempre ruinosos para el pueblo llano, y una sola semana de imprudencia y disipación a menudo basta para destruir a un pobre trabajador para siempre», añadiendo que «las personas mejores y más sabias del pueblo llano, por ello, siempre aborrecen dichos excesos, que la experiencia les demuestra resultan inmediatamente fatales para la gente de su condición».

En este sentido, la religión puede ser un elemento que refuerce el desarrollo y la conservación de estas costumbres, no tanto por el mero hecho de creer devotamente en una divinidad, sino porque cierta cosmovisión implicará, aun de manera implícita, la presencia de estos valores que, como indicamos, son fundamentales para modular los hábitos de un pueblo y, así, impulsar el desarrollo económico de la sociedad. Por ello, en el caso de una economía capitalista de libre mercado, que encuentre su esencia en la lógica del ahorro y la inversión de los excedentes y en la libertad de empresa y comercio, pocas cosas pueden ser más beneficiosas que la presencia de estos valores religiosos, porque éstos tenderán a disciplinar a los individuos, favoreciendo la creación de riqueza al reprimir los excesos e impulsar la frugalidad y la prudencia.

Economía y moral

Del mismo modo, la presencia de valores religiosos en la sociedad supone un factor de moralidad que las personas aplicarán en la práctica en el ámbito económico de sus vidas. En el caso de una economía de libre mercado, éstos pueden ayudar a perfeccionarla en su dimensión ética. Así, si por ejemplo nos fijamos en el Decálogo fundamental del cristianismo, los Diez Mandamientos, podemos comprobar que algunos de ellos apuntan directamente en esta dirección. Concretamente, el sexto mandamiento («No cometerás actos impuros») en su forma de «No cometerás adulterio» (Éxodo: 20, 14; Deuteronomio: 5, 18) puede aplicarse a los acuerdos y contratos que formalizamos en el mercado, pues exige que se respete los compromisos –como el matrimonio, donde actualizamos plenamente nuestra libertad al ser ejercida de forma voluntaria– e interpela a la responsabilidad de las partes.

El séptimo mandamiento («No robarás) exige el respeto a la propiedad privada, y el octavo («No darás falsos testimonios ni mentirás») establece la obligación ética de los agentes económicos de interactuar honestamente. El noveno mandamiento («No consentirás pensamientos ni deseos impuros») también sirve para guiar el comportamiento de las personas en el mercado si lo entendemos en su forma «No desearás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna que a él le pertenezca» (Éxodo: 20, 17). En este mismo sentido se expresa también el décimo y último mandamiento («No codiciarás los bienes ajenos»).

Así las cosas, el mandamiento final que resume todos los demás («Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo») integra perfectamente los principios del liberalismo, pues por un lado se refiere a la superioridad de Dios sobre todas las cosas –lo cual implica que se concibe la limitación del poder político como algo natural–, mientras que obliga a respetar a los demás de la misma forma en que nos amamos a nosotros mismos –mi libertad termina donde comienza la de los otros–. De este modo, el Decálogo del cristianismo incorpora el sacrosanto principio de no agresión que se traduce en el respeto a la libertad, la propiedad y la vida ajena. Precisamente por ello, desde un punto de vista liberal-libertario, los valores religiosos deberían resultar algo potencialmente positivo, porque con ellos dejaría de ser necesaria la función de control del Estado, así como su función asistencial, pues los individuos, gracias a estos valores, dirigirían correctamente su comportamiento por sí mismos.

Pero esta relación entre religión, valores y costumbres, por un lado, y economía y sociedad, por otro, no es unidireccional. En realidad, entre estos dos ámbitos de nuestras vidas se produce una dialéctica –no en sentido marxista, sino clásico– mediante la cual se entrelazan los aspectos económicos y religiosos, viéndose ambos beneficiados de esta simbiosis. Por ello, la religión también se refuerza gracias a la existencia de un sistema socioeconómico que favorezca la creación de riqueza, porque, como explica Deirdre McCloskey, el desarrollo de la moralidad se ve favorecido por un contexto de bienestar material en la medida en que éste permite que surjan mejores valores morales. Y es que, como bien apunta Hayek en Camino de Servidumbre , el nivel económico de la vida humana es el que posibilita la búsqueda de los fines más elevados. Dicho de otro modo, en los términos empleados por Inglehart, la satisfacción de las necesidades fisiológicas y de seguridad facilita la aparición de valores postmateriales.

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