“El sistema político americano no está roto. La verdad da aún más miedo: está funcionando exactamente como se diseñó”, escribe el influyente periodista político Ezra Klein, del New York Times en Por qué estamos polarizados, un título publicado en 2020 y que viene a desgranar la encrucijada en la que solo nos dimos cuenta de que estábamos a las puertas de la campaña para las elecciones de EEUU de 2024. Es su intento de explicar en qué momento las cosas empezaron a ir terriblemente mal en este país, y no se refiere a que Donald Trump llegara a la Casa Blanca, sino a algo que viene de mucho antes.
EEUU es probablemente el país al que más expuestos estamos y –justamente por eso– el país del que menos sabemos en realidad. Hemos empaquetado sus contradicciones en formato para llevar: del cowboy que protege sus pozos de petróleo a los olvidados del cinturón del óxido para explicar el fenómeno Donald Trump. El Yes we can de Barack Obama como una resurrección del I have a dream de Martin Luther King y, a su turno, una Kamala Harris que resucita la obamanía. Fácil. Pero el país más rico del mundo, en el abismo de dejar de ser el más influyente, oculta sus complejos bajo un manto grandilocuente mientras se dirime entre perpetuar el mito o sucumbir al también manido fracaso del sueño americano.
No sabemos nada de EEUU, y lo peor es que muchos de sus ciudadanos tampoco. Su historia se cuenta a través de sus presidentes: de George Washington a George W. Bush, pero, ¿qué le pasaba a la gente cuando ellos gobernaban? Howard Zinn, el historiador que se propuso llevar la contraria a los libros de historia, propone en su obra maestra La otra historia de los Estados Unidos un cambio de foco, del presidente al pueblo: cuestiona el heroicismo de los archivos nacionales y su “tranquila aceptación de la conquista y el asesinato en nombre del progreso” y, en cambio, “recapitula sobre los fracasos que dominan el pasado” y “que convertien a los historiadores en colaboradores de un ciclo interminable de derrotas”.
Publicado por primera vez en el quinto centenario de la llegada de Colón a América, comienza destripando la justificación de la colonización y la esclavitud: “Un prejuicio inicial, contra un mero color, divorciado de la humanidad, se convierte en brutalidad y odio”, escribe. La crítica continúa desde la industria armamentística que perpetúa las guerras en el extranjero a la falta de voluntad política por hacer posible la cobertura médica universal. Es lo que Zinn llama “la brecha entre la política nacional y los sentimientos de los ciudadanos estadounidenses” y su vigencia la atestigua la reedición actualizada dos décadas después.
Esa brecha es lo que arriesgamos a pasar por alto con cada atajo a la complejidad: “El hecho de que los peores actores tengan éxito no prueba que el sistema esté roto, prueba que ellos han entendido las maneras en las que verdaderamente funciona”, explica Klein. Las reglas del juego de la democracia que dejaron los idealizados padres fundadores es una herencia envenenada que, generación tras generación, se ha tratado de enmendar sin éxito.
La polarización
El sistema político estadounidense está diseñado para funcionar por consensos y acuerdos, ya que fue acuñado en una época en que no había grandes diferencias ideológicas entre los dos partidos que se alternaban en el poder. Tampoco hay que remontarse tan atrás. El presidente Joe Biden se jacta de su época de senador en las últimas décadas de esa utopía. Ello le valió un golpe mordaz de Kamala Harris en un debate televisado cuando ambos eran candidatos a las primarias demócratas de 2016.
“Había una niña pequeña en California que era parte de la segunda clase que se integraba en las escuelas públicas, y a ella la llevaban en autobús a la escuela todos los días. Esa pequeña niña era yo”, dijo Harris en el que fue su momento más brillante de campaña de 2020. Era una crítica a Biden, que lideró el boicot a la práctica del busing, que consistía en enviar estudiantes a escuelas públicas diferentes a las que les hubieran tocado por cercanía con tal de revertir la segregación racial de los 60– escuelas de blancos y escuelas de negros–, que prevalecía a pesar de ser ya inconstitucional.
La polarización no debe confundirse con la radicalización, argumenta Klein, como ilustra el ejemplo del busing o que los negros no pudieran ejercer el voto libremente hasta la ley de derechos civiles de 1965. ¿Era menos extremista el EEUU de entonces? No, el consenso da una falsa sensación centrista.
La historia del autobús queda recogida en las memorias de Harris. Tiene dos. La primera, Inteligente contra el crimen, no está traducida al español ya que, publicada en 2009, fue poco más que un libro de estilo de sus años como fiscal general de California, el segundo cargo electo con más poder a nivel estatal, solo después del gobernador. Incluía propuestas polémicas, como perseguir a los padres cuyos hijos faltaran a la escuela recurrentemente. Ahora, en campaña, el título ha pasado a encapsular su concepción de la justicia como herramienta de desarrollo social: Harris se presenta no como dura contra el crimen ni blanda con el crimen, sino inteligente con el crimen. Su segundo libro, Nuestra verdad, unas memorias más convencionales, sí se publicaron en español justo antes de lanzar su campaña presidencial de 2016, la del debate contra Joe Biden.
Estos dos volúmenes plasman la evolución del momento político, y la adaptación de Harris en la dirección que sopla el viento. En su primer libro defiende que EEUU necesita más policía para garantizar la seguridad en las calles, opinión impopular con el auge del movimiento Black Lives Matter, que denuncia la brutalidad policial. La evolución del pensamiento propio siempre resulta honesto dentro de uno mismo, dice Klein en su libro, pero cuando un político lo hace, no podemos más que arquear la ceja.
Escrutinio periodístico
Por eso las memorias de los poderosos, mejor destiladas de discurso inspiracional y matizadas por el escrutinio del periodista político. Para ello, la más actualizada es Kamala Harris, la primera, de María Ramírez, subdirectora de elDiario.es, que llega a las librerías en una carrera contrarreloj solo comparable a la de la propia candidata por tomar las riendas del partido tras la retirada de Biden. Entre los anteriores viajes a los orígenes de la vicepresidenta, cuando fue nombrada para dicho cargo, destaca Kamala Harris, de Dan Morain, reportero de Los Angeles Times que la siguió en sus primeros pasos en los juzgados del condado de su Oakland natal. Un retrato amable, desde dentro, con revelaciones biográficas curiosas y sin pretensiones.
La polarización política, que comenzó con la necesidad de los dos partidos de diferenciarse del otro en asuntos clave, llevó a la llamada política de la identidad: a quién voto dice quién soy, y repudio la idea opuesta. Aquí entra otro mito: que el demócrata es el partido de la identidad. Si bien estos apelan a mayor diversidad de votantes para ganarse a las crecientes minorías históricamente discriminadas y a los núcleos urbanos progresistas que han entendido que la lucha de clases también es suya, los republicanos reivindican la hegemonía de los blancos de confesión cristiana, en detrimento de todas las demás.
“No se llamaba política de la identidad cuando todos los miembros del gabinete de todas las administraciones eran hombres blancos. Solo se llaman políticas de la identidad cuando hay presión para diversificar quienes son nominados a cada cargo y, sin embargo, no hay fortalecimiento de ningún grupo por encima de otro”, argumenta Klein.
En El camaleón: la reinvención de Donald Trump, Maggie Haberman, periodista del New York Times que ha bajado a los infiernos del expresidente y vuelto para contarlo, deja al desnudo al hombre que, falsamente, dice haberse hecho a sí mismo. El multimillonario trata de ser un referente aspiracional para la clase media, omitiendo que heredó – y vilipendió– una fortuna familiar con funestas decisiones empresariales que solo pudo suplir con especulación, tráfico de influencias, evasión de impuestos y escándalos sexuales. Pero Haberman no lo culpa ni exculpa, sino que lo pone en su lugar, algo a lo que Trump no está acostumbrado. Según ella, este “subproducto del populismo” no dio el volantazo prometido, pero sí fue indicativo de un mal mayor, en referencia al giro de guión en la estrategia de los partidos polarizados. El expresidente no escoró a los republicanos a la derecha, sino que, como dice el refrán americano, fue a cazar a donde estaban los patos.
Política de la identidad
Las elecciones de 2024 han dado un empuje a las autobiografías, pretendida ventana de intimidad al mundo de los que aspiran a gobernarnos. En eso, el rey de la autoficción ha sido J. D. Vance, candidato a vicepresidente si Trump gana, con su relanzado Hillbilly, una elegía rural, que escribió cuando era un don nadie, pero que vino a explicar el éxito del populismo en la América blanca deprimida. Este melodrama lacrimógeno tuvo tanto éxito por ser una lectura rápida para entender el trumpismo en tres tardes, y fue llevado al cine con un elenco que lo ennoblece (Glenn Close y Amy Adams).
Pero su moraleja moralista está repleta de falacias que elevan la anécdota a aforismo: solo los que realmente se esfuerzan prosperan (cierto); por tanto, los que no prosperan es porque no se esfuerzan lo suficiente (falso). Y Vance se alza como el antihéroe que salió de una espiral de violencia, analfabetismo y abuso de sustancias.
Consiguió una beca en una universidad de élite, se hizo rico con las tecnológicas y usa su posición para justificar los valores que están en la génesis de su drama familiar: su abuela, embarazada a los 13 años, huye por miedo al repudio de su pueblo. Es el cómo se hizo del ideólogo trumpista que promulga el aborto como pecado capital.
Si el sistema ha dejado de ser funcional con el aumento de la polarización es porque ha sacado a la luz todo lo que estaba mal en la política estadounidense. Como en un círculo vicioso, los partidos se polarizan para atraer a votantes cada vez más polarizados. Y aquí entra el mito definitivo, por qué el sistema está roto: en EEUU no gana las elecciones el partido que se lleva más votos, sino el que consigue apoyo en más partes del país, aunque sean menos votantes.
Esto va a favor de los republicanos, que tienen su feudo en el vasto centro despoblado del país. Pero, independientemente de a quién beneficie, el problema es que cada vez es más difícil de justificar que la voluntad del pueblo queda reflejada en los resultados electorales.