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Opinión: Por qué los inmigrantes le temen a Trump aunque hayan votado por él

Autor: Megan K. Stack

HABLANDO CON GENTE DE CHICAGO, HE OIDO LA PALABRA “RESENTIMIENTO” UNA Y OTRA VEZ.

Los dos hombres salieron de la calle cubierta de hielo y entraron en la cálida caverna de una taquería, sacudiéndose la nieve de las chaquetas abullonadas y ajustándose el ala de las gorras de béisbol. Se habían aventurado en la noche de Chicago solo porque habíamos acordado vernos. De lo contrario, como muchos inmigrantes de todo el país, se habrían quedado cerca de casa.

El mayor de los dos mexicanos, Aldair Mata, de 49 años, es fornido y animoso, un hombre inquebrantable de risa rápida. Ha trabajado en todos los restaurantes que se puedan imaginar desde que cruzó la frontera en 1993. También aprendió inglés por su cuenta, se nacionalizó estadounidense y tuvo nueve hijos, uno de los cuales estudió en Stanford con una beca.

Su amigo, José, es más joven y tiene menos tiempo en el país. Pidió que no se publicara su apellido porque él y su familia se están escondiendo del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por su sigla en inglés). José no ha aprendido mucho inglés ni tiene papeles para trabajar desde que cruzó la frontera hace 10 años con su mujer y su entonces bebé, pero se ha construido una vida: él y su mujer encontraron trabajo, inscribieron a su hijo mayor en la escuela y tuvieron otro hijo, que ahora es el único ciudadano estadounidense de la familia.

Este invierno, las amenazas de deportaciones masivas del presidente Trump han sumido a José en un pánico silencioso. Sigue acudiendo a sus turnos en una fábrica de acabado de madera (no puede permitirse el lujo de no hacerlo), pero la mayoría de sus compañeros han dejado de ir. Su mujer tiene miedo de presentarse a trabajar en la fábrica y su hijo de 11 años no va a la escuela. José estaba nervioso en el restaurante, se jorobaba y miraba hacia la calle.

Mata sacó su teléfono para mostrarle a José un par de noticias en español que se estaban haciendo virales esa noche: agentes del ICE utilizaron gas lacrimógeno en una casa de Texas para obligar a la familia a abrir la puerta. Agentes federales vestidos de civiles en Tennessee se llevaban a los empleados del camión de comida al parecer sin una orden judicial. Mata y José observaban alarmados. “Pueden hacer lo que quieran”, dijo José, y se talló la cara con ansiedad.

Luciana Díaz es una abierta activista en favor de los recientes migrantes venezolanos. También ha criticado la forma en que los gobiernos federal y local han gestionado su llegada. (Carlos Javier Ortiz/The New York Times)

Luciana Díaz es una abierta activista en favor de los recientes migrantes venezolanos. También ha criticado la forma en que los gobiernos federal y local han gestionado su llegada. (Carlos Javier Ortiz/The New York Times)

Un detalle más sobre estos amigos: ambos son seguidores de Donald Trump. Mata votó por Trump, y aunque José no puede votar, dice que Trump “tiene agallas” .

La aprobación de los hombres es sorprendente si se tiene en cuenta que Trump les ha hecho la vida mucho más difícil. Incluso Mata, que ya es ciudadano estadounidense, evita salir, lleva una foto de su pasaporte por si lo interrogan y se preocupa por sus hermanos, ambos inmigrantes indocumentados. José, por su parte, teme que su familia se separe, sobre todo porque sus hijos tienen nacionalidades diferentes. Él y su mujer se debaten entre volver a México o dejar que José trabaje aquí solo mientras ella se lleva a los niños a la frontera.

“Si sigue así”, me dijo, “no podremos quedarnos”.

Pero José no responsabiliza a Trump. Tampoco Mata. Ambos culpan a “los venezolanos”, que es una forma abreviada de referirse a los más de 50.000 inmigrantes (unos 30.000 de ellos venezolanos) que han llegado a Chicago desde 2022. La mayoría de ellos llegaron en autobús desde la frontera mexicana, enviados por funcionarios republicanos deseosos de dar una lección a las ciudades santuario y su superioridad moral. José se queja de que a los migrantes “no les importa nada”, que algunos de ellos cometen delitos y reciben codiciados permisos de trabajo a pesar de ser “flojos”.

“Si no hubieran venido”, dijo con pesimismo, “nada de esto habría ocurrido”.

Los autobuses de inmigrantes no fueron solo un truco malintencionado. Funcionaron de mil maravillas, mejor, sospecho, de lo que los arquitectos del plan podían esperar. Oleada tras oleada de inmigrantes desorientados y a menudo traumatizados fueron depositados sin hacer aspavientos en la ciudad, y le han costado a Chicago una fortuna (casi 640 millones de dólares desde 2022), además de enfurecer a los residentes negros y latinos que ya se sentían desatendidos y sembrar un resentimiento comunitario que acabó haciendo que cambiaran los votos.

Muchos en Chicago afirman que estos autobuses repletos de migrantes fueron el único factor sobresaliente que inspiró a un número histórico de latinos de la ciudad (incluidos aquellos que cruzaron la frontera a escondidas o cuyos seres cercanos y más queridos son inmigrantes indocumentados) a votar por Trump.

Conocí a Mata y a José en Little Village, un barrio conocido como el México del Medio Oeste. Los votos a favor de Trump se duplicaron con creces en los distritos de los alrededores, para alcanzar un 32 por ciento en 2024 del 13 por ciento en 2020. En los distritos más latinos de Chicago, entre el 27 y el 41 por ciento de los votantes eligieron a Trump.

Si esto parece confuso, conviene recordar que en Chicago, y en el resto del país, una vasta subclase de inmigrantes indocumentados, respetuosos de la ley y contribuyentes, apuntala la economía mientras se las arreglan para salir adelante sin permisos de trabajo, Seguridad Social ni otras ventajas. Más de la mitad de los inmigrantes indocumentados de Illinois llevan aquí 15 años o más. Los propietarios de negocios de Chicago, de los cuales un número importante también son inmigrantes , admiten que dependen de la mano de obra indocumentada.

En Chicago y otras ciudades santuario, los migrantes trasladados en autobús en masa desde la frontera ─a diferencia de los trabajadores locales que subsisten en una precaria ilegalidad desde hace años─ gozaban de protección legal. Habían sido procesados por agentes federales en la frontera y luego puestos en libertad, tras haber solicitado asilo, lo que obligaba a Estados Unidos a atender sus casos, o habían recibido un permiso humanitario temporal conocido como ‘parole’ en virtud de las políticas del gobierno de Biden.

He escrito antes sobre la engañosa mala gestión del sistema de refugiados de Estados Unidos. La magnitud de ese fracaso queda demostrada por este hecho desconcertante: Chicago ha prosperado y se ha hecho fuerte gracias a la inmigración ilegal. Fue la inmigración legal la que desestabilizó la ciudad.

Hablando con gente de Chicago, oí la palabra “resentimiento” una y otra vez. Latinos cuyas propias familias nunca recibieron ninguna ayuda en particular (muchos de los cuales, por el contrario, sufrieron abusos y explotación mientras se establecían aquí) veían ahora cómo el gobierno local se desvivía por ayudar a los recién llegados. Y todo ello, desde la política federal de inmigración hasta los refugios, se estaba desarrollando bajo el mandato de los demócratas. Si Trump tiene un talento político excepcional, es su capacidad para convertir todo tipo de resentimiento en una ventaja para él.

Hay un sinsentido en todo esto: Trump está respondiendo a problemas que en realidad no existen (hordas asesinas de criminales inmigrantes indocumentados) en lugar de a problemas que sí existen (las luchas de innumerables trabajadores indocumentados ya inmersos en el tejido de nuestras comunidades). Dado lo mucho que necesitamos trabajadores, es difícil entender por qué hablamos de deportaciones en lugar de amnistía o vías hacia la ciudadanía. Hay muchas más ofertas de empleo que estadounidenses desempleados y, teniendo en cuenta que nuestra población envejece, se prevé que esa diferencia aumente. No es la primera vez que el nacionalismo estadounidense ataca y expulsa a los inmigrantes, pero la mayoría de nuestros impulsos de deportación anteriores tenían fundamentos económicos discernibles.

La expulsión forzosa ha coincidido a menudo con problemas económicos, desde los destierros y, finalmente, deportaciones de inmigrantes irlandeses empobrecidos llevadas a cabo por Massachusetts durante las primeras décadas de la República hasta la primera deportación masiva de mexicanos durante la Gran Depresión. Incluso cuando el malestar económico no era la causa (las Leyes de Extranjería y Sedición de 1798 y las Redadas Palmer de 1919-1920 estaban motivadas por el temor a infiltraciones políticamente hostiles), Estados Unidos no ha deportado en general a personas en contra de sus propios intereses económicos.

Si Trump deporta a 11 millones de personas, según sus amenazas, hará historia con un error no forzado de dimensiones extraordinarias.

***

Cuantos más inmigrantes llegaban, más se escandalizaba Mata. Cuenta que en el supermercado se le acercaron mujeres venezolanas ofreciéndole pagar sus compras con tarjetas de prepago que les habían dado si les pagaba la mitad en efectivo. Para Mata, esa fue una prueba de generosidad pública desmesurada e innecesaria.

También llegó a pensar que, tal como dice Trump, los recién llegados hacían aumentar la delincuencia. Esta percepción se contradice con las estadísticas que indican que la delincuencia ha disminuido en Chicago. Pero Mata escuchó historias de robos nocturnos en trenes, de mujeres venezolanas que bailaban con hombres en los bares mexicanos y luego les robaban el dinero y los teléfonos, de peleas callejeras que acababan en tiroteos.

Estas anécdotas pueden ser ciertas o no, pero la gran mayoría de los inmigrantes de Chicago no han cometido delitos. Quieren trabajar y están siendo absorbidos por la economía como todas las olas de inmigrantes que los precedieron. Es cierto que han recibido mucha ayuda para establecerse: habitaciones de hotel, comidas, asistencia sanitaria, teléfonos móviles y, lo que es más importante, permisos de trabajo, en marcado contraste con muchos inmigrantes mexicanos que siguen careciendo de estatus legal incluso después de trabajar en silencio, pagar impuestos y obedecer la ley durante décadas.

Andre Vasquez, concejal que preside el comité del Ayuntamiento sobre derechos de inmigrantes y refugiados, explicó cómo eso favoreció a Trump. “Si como ciudadano sientes que ninguno de los dos partidos te beneficia, puede que no estés de acuerdo con la ideología republicana”, dijo, “pero hay gente en apuros, sufriendo, privada de sus derechos. Y estarán dispuestos a jugarse el todo por el todo”.

Trump presagió algo de esto en 2019, cuando amenazó con trasladar a los inmigrantes a ciudades santuario, tal vez plantando las semillas del programa de autobuses que más tarde emprendió su firme aliado, el gobernador Greg Abbott de Texas. Por aquel entonces, los críticos de Trump se burlaron de la sugerencia de que la afluencia de solicitantes de asilo no beneficiaría a las ciudades santuario.

Escuchar a Mata y José hablar de su confianza en Trump mezclada con el miedo a su proyecto, se siente algo así como una trampa. Los hombres tienen razón: las dificultades a las que se enfrentan los inmigrantes mexicanos, comparadas con el apoyo dado a los solicitantes de asilo, parecen dolorosamente injustas. También tienen razón en que los demócratas no han sabido articular una teoría coherente sobre la inmigración ni una respuesta eficaz a Trump. Ahora se han encontrado animando a un líder que podría conseguir que echen a sus familias del país. Creen que Trump tiene razón al deportar a la gente, siempre que se trate de las personas adecuadas.

“Mucha gente inocente va a acabar en México por culpa de otros”, reconoció Mata. “Eso es lo que me duele. Gente que paga impuestos, que trabaja. Gente muy buena”.

***

Esta es una ciudad de confluencia: de vías fluviales, así como de líneas de ferrocarril, de autopistas interestatales y de personas de todos los rincones del mundo que acudieron aquí a trabajar en la industria, el transporte, el empaquetado de carne y otros sectores. Más de 400.000 inmigrantes indocumentados viven en Illinois, concentrados principalmente en Chicago y sus suburbios. Más de la mitad de ellos son mexicanos.

Ahora Chicago pende de un hilo muy fino, a la espera de ver hasta dónde llegará Trump, si las deportaciones masivas son un plan real o solo otra forma de azuzar al público. La información a medias y el escabroso sensacionalismo han creado un vacío que llenan con facilidad temores oscuros y, tal vez, esperanzas poco realistas.

Los defensores de los inmigrantes han estado trabajando sin descanso a fin de preparar a la gente para enfrentarse al ICE. Una noche, me uní a la multitud en el seminario “Conozca sus derechos” para escuchar a los abogados de inmigración explicar con lujo de detalle, en español, algunas de las nuevas prácticas del ICE y sugerencias para responder por la vía jurídica. Uno de los abogados explicó a los asistentes que cualquier persona sin estatus legal puede ser detenida. Si llevan aquí menos de dos años, añadió, pueden ser deportados sin ni siquiera ver a un juez.

No están obligados a abrir la puerta a los agentes del ICE a menos que tengan una orden firmada por un juez. Si son pasajeros en un automóvil, y no son el conductor, no están obligados a decir dónde nacieron. Memoricen un número de teléfono por si los detienen, porque les quitarán el teléfono.

Desde que se convirtió en ciudad santuario en 1985, Chicago se ha esforzado por tratar a los inmigrantes como a cualquier otra persona; las autoridades han sabido distanciarse de los caprichos de la aplicación de la ley federal de inmigración.

La policía arresta, detiene y libera a los sospechosos de acuerdo con las leyes locales, con una deliberada ceguera ante la cuestión del estatus migratorio. Se supone que esto hará que la ciudad sea más segura y funcional, permitiendo a la gente denunciar delitos, presentarse como testigos y buscar atención médica sin temer problemas por su situación migratoria.

El condado de Cook no permite que el ICE utilice sus cárceles (no hay ningún centro de detención de inmigrantes en todo Illinois) y no mantendrá a las personas en prisión más tiempo del que exigen sus propias políticas, aunque estén identificadas en las bases de datos nacionales como sujetos de deportación.

Dado el fuerte enfrentamiento entre Chicago y el gobierno de Trump, no fue ninguna sorpresa que el llamado zar de la frontera, Tom Homan, declaró a la ciudad “zona cero” para la próxima ola de deportaciones.

En su discurso de investidura, Trump alardeó de que deportaría a “millones y millones de extranjeros criminales”. Pero eso no puede ser cierto, sencillamente porque no existen millones de extranjeros criminales. La gran mayoría de las personas deportadas el año pasado fueron expulsadas por infracciones de inmigración que pueden considerarse una falta administrativa civil, no un delito. Fue la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, quien finalmente lo dijo con todas sus letras. Cualquier extranjero que entre ilegalmente en Estados Unidos, dijo, es “por definición, un criminal”.

***

Luciana Díaz es una activa defensora de los solicitantes de asilo recién llegados. Ayuda a la gente a instalarse, evita enfrentamientos entre solicitantes de empleo en el estacionamiento de Home Depot, enseña a la gente cómo comportarse en una entrevista de trabajo. Muchos de los solicitantes de asilo son compatriotas suyos: Díaz llegó de Venezuela hace una década con un visado de estudiante, se enamoró y se casó con una mujer de la localidad.

Es activista por accidente: el grupo de chat que creó en la universidad para ponerse de acuerdo con un puñado de estudiantes venezolanos acabó teniendo 4000 miembros y se convirtió en un centro comunitario vital. “Por eso los políticos me tienen miedo”, dice riendo entre dientes. El día que la conocimos llevaba un tatuaje reciente en el brazo, todavía envuelto en película transparente, y vestía una camiseta de los Bulls y una sudadera con capucha de “South Park”.

A Díaz le complace ver a más venezolanos en Chicago, y está decidida a que tengan éxito. Sin embargo, eso no significa que apruebe cómo sucedió todo. Criticó a los gobiernos federal y local por su planificación y organización insuficientes, y fue testigo directo de las tensiones políticas resultantes.

Cuando los primeros autobuses llegaron a la ciudad en 2022, Díaz ayudó como intérprete. Se dio cuenta de que los recién llegados solían ser jóvenes, con un nivel educativo relativamente bajo y traumatizados por el viaje que acababan de emprender. Hablaban con dolor de los cadáveres que habían visto cruzando el Tapón del de Darién.

Cuando la llamaron para ayudar a averiguar por qué un adolescente llevaba documentos de identidad con nombres diferentes, le pidió al joven que le dijera el motivo. Admitió que había sido delincuente en Venezuela y que se había dedicado al tráfico de drogas y al secuestro. Había tomado complicadas medidas para ocultar su identidad, incluida la compra de un certificado de defunción falso con su verdadero nombre en Venezuela para desaparecer legalmente.

Díaz intentó abordar esta revelación de forma pragmática. Se recordó a sí misma que la gente puede cambiar y que la inmigración es una oportunidad para empezar de cero. “Intenté lavarle el cerebro para volverlo estadounidense”, dijo, animándole a aprovechar su nueva vida y sus oportunidades.

No obstante, se sobresaltó. “¿Hay alguien que aplique un filtro de seguridad a esta gente?”, se preguntó.

“Así que acabas de abrir la puerta. ¿Cuál es el plan?”, recuerda que pensó. “Estos chicos deberían ir a la escuela. No sé: bomberos, policía, ejército, algo. Pero debería haber un plan”.

***

Sam Sánchez reza cada mañana para que las cosas no se desmoronen. Sánchez, un conocido restaurantero políticamente activo, define “desmoronarse” como deportaciones masivas, redadas en el lugar de trabajo, familias separadas. Describe estos primeros 100 días del gobierno de Trump como una tormenta que hay que capear: sabíamos que sería duro, dice con pesar.

Los amplios ventanales enmarcaban una vista de rascacielos grises que se desvanecían en un cielo apagado, pero la oficina de Sánchez era cálida y bulliciosa, con las paredes decoradas con fotos de sus restaurantes y del presidente Barack Obama, y cuadros que recordaban a los Blackhawks y los Cubs, los equipos de hockey y de béisbol de la ciudad. Sánchez mantiene la esperanza de que su apuesta inusitada de votar por Trump rinda frutos. “Si yo no lo creyera, si yo no hubiera creído que había una oportunidad allí…”, hizo una pausa por un momento y agregó con firmeza, “pero vemos una posibilidad”.

Sánchez se registró como demócrata desde que tenía 18 años en el distrito 11, y votaba obedientemente por todos los candidatos de la lista que elaboraban sus tíos. Uno a uno, los miembros de la familia habían llegado de México a Chicago, limpiando vagones en el ferrocarril donde el abuelo de Sánchez encontró trabajo por primera vez. A sus 61 años, Sánchez es propietario de varios restaurantes en Chicago; el local que los une a todos, Moe’s Cantina, es conocido por celebrar actos de recaudación de fondos para los demócratas.

Las peticiones políticas de Sánchez son directas: plenos derechos de ciudadanía para los inmigrantes indocumentados traídos a Estados Unidos en la infancia, conocidos como ‘dreamers’. Una vez hecho esto, quiere que los trabajadores esenciales tengan un estatus legal.

Considera que tanto Obama, con sus numerosas deportaciones, como el presidente Joe Biden incumplieron sus compromisos con los mexicano-estadounidenses en general, y con los dreamers en particular. Los mexicanos, señala, corren el mayor riesgo de deportación. Han visto a otros grupos de inmigrantes calificar para asilo, estatus protegido, visas de trabajo, ventajas de las que la mayoría de los mexicanos han prescindido.

“Todo el mundo tiene algo con lo que protegerse y nosotros, que somos los que llevamos más tiempo aquí, no tenemos protección”, dijo. “Nos saltaron”. ¡Es un atropello! Un atropello”.

Sánchez predijo que, tarde o temprano, alguien les va a dar a los dreamers la ciudadanía, y “cualquiera que sea el político que lo haga, se ganará a la comunidad mexicana”. Trump, señaló, dijo recientemente que a los dreamers se les debería permitir quedarse. Sánchez confía en que el pragmatismo de Trump, como empresario que entiende el mercado laboral y como político que comprende el futuro demográfico de los votantes estadounidenses, prevalecerá frente a los ideólogos que le rodean. Al escuchar, no pude evitar preguntarme: ¿y si el propio Trump es un ideólogo?

“De hecho, con Trump conseguimos un par de cosas realmente buenas”, dijo Rebecca Shi, la directora de la American Business Immigration Coalition en Chicago. Se refería a las medidas implementadas durante la pandemia: las designaciones de trabajador esencial otorgadas a unos cinco millones de inmigrantes indocumentados y la ampliación de los pagos de ayuda a familias con ciudadanos y no ciudadanos.

Tiene razón, pero aferrarse al fugaz reconocimiento de la mano de obra indocumentada en medio de una crisis de salud pública va en contra de la trayectoria básica antiinmigrante de la visión nativista del gobierno de Trump.

Sin embargo, Shi también cree que Trump se encuentra en una encrucijada. Entiende cómo ganó el apoyo latino aquí, pero también cómo podría perderlo.

“Es una ventaja que Trump aprovechó, pero también es una vulnerabilidad”, dijo. “¿Si él no ve la diferencia, y comienza a deportar a los trabajadores agrícolas y a los mexicanos? Entonces, francamente, va a ver el retroceso”.

Ahora Chicago espera, igual que el resto de nosotros. Nadie pretende siquiera abordar el problema tangible de los trabajadores indocumentados que merecen un estatus legal. Toda nuestra atención se centra en ver qué hará Trump a continuación: ¿encantará o decepcionará, será una amenaza o una promesa? Observamos a nuestro presidente como si estuviéramos viendo una película, sabiendo desde el principio que, en el fondo, tanto la persona como el problema son ficción. Sin embargo, haga lo que haga, esa parte será real.

c.2025 The New York Times Company

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