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Mónica García o cómo defender el medio ambiente en una lancha a motor en Venecia

Autor: Ramon Gonzalez Ferriz

En marzo de 2016, Leonardo DiCaprio habló en la ceremonia de firma del Acuerdo de París sobre el cambio climático y dijo: “No podremos salvar nuestro planeta si no dejamos los combustibles fósiles bajo la tierra, que es el lugar en el que deben estar”. Dos meses después, viajó trece mil kilómetros en jet privado en menos de 48 horas: primero voló de Cannes a Nueva York para recoger el premio que le concedió una ONG dedicada a la protección de las aguas. Al día siguiente, volvió a cruzar el Atlántico para asistir de vuelta en Cannes a una gala en beneficio de los enfermos de sida.

Aunque vende muchos libros, Byung-Chul Han, uno de los filósofos de referencia de la izquierda, no tiene tanto dinero como DiCaprio. Pero en 2018 hizo algo parecido en versión de clase media. Afirmó que no le gustaba viajar, que detestaba el turismo y que era partidario de cerrar todos los aeropuertos para evitar que la gente se desplazara de un sitio a otro y, así, pudiera abandonarse a la pereza más absoluta. El problema es que lo dijo en Barcelona, que está a 2.000 kilómetros del lugar en el que vive, y adonde llegó para dar una conferencia; es decir, para trabajar. Mientras contaba sus grandes planes contra el turismo, reconoció que, en el tiempo libre previo a la charla, había estado haciendo turismo por la ciudad.

La gente de la cultura suele hacer estas cosas. Tiene ideas extraordinarias sobre cómo deberíamos vivir, pero luego es incapaz de actuar de esa manera, porque es mucho más limitante y aburrida. Lo cual no le impide decirnos a los demás cómo deberíamos vivir. Es lógico que resulte irritante, pero no es grave. A fin de cuentas, ¿quién en su sano juicio tomaría a un actor o un filósofo como un modelo de conducta?

placeholder El actor Leonardo DiCaprio. (Reuters/Mike Blake)

El actor Leonardo DiCaprio. (Reuters/Mike Blake)

La última deriva de esta tendencia, sin embargo, es más preocupante. La semana pasada no fue una persona de la cultura quien hizo algo parecido, sino Mónica García, la ministra de Sanidad. Esta viajó a Venecia para asistir a una reunión de la OMS llamada “Reimaginar una economía para sociedades resilientes y más saludables que no dejen a nadie atrás”. Mientras estaba allí, García grabó un vídeo en el que afirmaba que “hemos llevado nuestras vidas y nuestro planeta más allá de sus límites” y vinculaba la salud con la calidad del medio ambiente. Todo lo cual está muy bien. Pero lo decía mientras navegaba en una barca a motor por lo que parecía la laguna de Venecia. Se trata de unas aguas sometidas a un enorme estrés ecológico y de una ciudad que encarna el modelo de insostenibilidad por el exceso de visitantes que recibe todos los años. Es lógico que se celebren reuniones de este tipo. Es normal que una ministra tenga una huella de carbono superior a la mía. Muchas de las ideas que mencionaba son ciertas. Pero el vídeo era involuntariamente cómico por la seriedad con que la ministra hablaba en un contexto tan disonante. Era el equivalente, en versión ministerial, al discurso de DiCaprio o la conferencia de Han.

Todos somos buenos

En la última década, la cultura ha sufrido una mutación interesante. En otros momentos de la historia reciente —como los años setenta con el auge del punk, los ochenta con los filósofos foucaultianos o los noventa con la cultura alternativa— no esperábamos que los artistas y los pensadores encarnaran la bondad, sino que expresaran el rechazo a las convenciones sociales, rompieran los consensos y transmitieran ideas rompedoras que los pequeñoburgueses no nos atrevíamos a expresar. Ahora, en cambio, asumimos que los artistas y los escritores deben ser, por lo general, portavoces de los comportamientos idóneos.

Muchos políticos, y sobre todo los de mi generación, han decidido imitarlos. Piensan que una parte importante de su trabajo consiste en transmitir a la sociedad que tienen las más bondadosas ideas, aunque tampoco ellos puedan cumplirlas. Si les afeas la moralina, suelen responder que no te opones a su incoherencia, sino a la bondad misma.

El sistema de valores moralista que rige a la cultura ha impregnado ya a toda la sociedad y su clase dirigente. Hoy aconsejamos a los demás como si todos fuéramos escritores de autoayuda. Insistimos en mostrar a los otros nuestra preocupación por los males del mundo como los cantautores comprometidos. Queremos transmitir que nuestra labor es imprescindible y merece muchas ayudas públicas como si fuéramos un actor español. Luego, por supuesto, no cumplimos los estándares morales que queremos que adopten los demás. Nuestras vidas privadas y nuestras obligaciones laborales son demasiado complicadas, y creemos que nosotros bien merecemos una pequeña exención por ser quienes somos.

Y, en muchos casos, es cierto. Lógicamente, la ministra debía acudir a esa reunión, pero tendría que haber hecho un simple cálculo utilitarista. Si alguien le preguntaba, debía explicar que el bien para todos los españoles que podía lograr en este foro era superior al mal que causaba contribuyendo a las emisiones, dañando el suelo de la laguna y sumándose al gentío que lenta y constantemente erosiona la ciudad de Venecia. Pero eso es un cálculo demasiado complicado para nuestros tiempos. Y para Twitter, donde publicó el vídeo. García quería mostrarnos que sus preocupaciones son admirables y que su conducta, en cambio, es un asunto privado. Es el espíritu de la cultura contemporánea.

En marzo de 2016, Leonardo DiCaprio habló en la ceremonia de firma del Acuerdo de París sobre el cambio climático y dijo: “No podremos salvar nuestro planeta si no dejamos los combustibles fósiles bajo la tierra, que es el lugar en el que deben estar”. Dos meses después, viajó trece mil kilómetros en jet privado en menos de 48 horas: primero voló de Cannes a Nueva York para recoger el premio que le concedió una ONG dedicada a la protección de las aguas. Al día siguiente, volvió a cruzar el Atlántico para asistir de vuelta en Cannes a una gala en beneficio de los enfermos de sida.

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