Ahora que Trump ha vuelto a la Casa Blanca por segunda vez, parece claro que su presencia allí no es una anomalía. No estamos ante una irregularidad dentro de un sistema democrático liberal que aparentemente marcha sin problemas. Esto por fin debe ser asimilado. ¿Pero quién, o más bien qué, debe tomar consciencia de esta realidad? Por supuesto, el propio sistema establecido. Si algo hay que aprender de las dos victorias de Trump es que son los votos antisistema los que las han traído, y no una sino dos veces. Y esta vez su mandato se ha solidificado con una base aún más amplia que la vez anterior. En definitiva, no estamos ya ante un golpe de suerte de un «outsider» demasiado afortunado a la hora de capitalizar una escena política polarizada y caótica, no especialmente esta segunda vez.
Su primera elección en 2016 podría haber sido semejante a una llamada de atención. Esta segunda demuestra sin embargo que ninguna de las dos fue lo que podríamos denominar una casualidad. Aun así, al principio fue mucho más reconfortante para los que estaban dentro del sistema establecido creer que se trataba solo de una casualidad, sobre todo después de que la «Administración de transición» de Biden restaurara temporalmente el «sentido común», junto con el sistema internacional basado en reglas. En retrospectiva, ¿quién sabe lo que «transitorio» significaba realmente? Biden incluso se olvidó de sí mismo cuando insistió en postularse por segunda vez, solo para designar a su vicepresidenta como candidata en el último minuto. Al final, el descontento generalizado con cualquier Administración anterior es motivo suficiente para expulsarla.
Así pues, Trump no es el resultado de una coincidencia infeliz. ¿Significa eso que los electores estadounidenses no están polarizados y que Trump no echa continuamente leña al fuego? Por supuesto que no. ¿Significa eso que Trump no es un hombre fuerte populista que se hace pasar por patriota mientras se esconde tras un escudo «nacionalista»? Claro que no. ¿Significa eso también que los que le votaron están simplemente cegados por su retórica? Pues bien, este no es realmente el caso.
Los votantes de Trump no solo parecen disfrutar realmente escuchando cómo Trump anuncia su política, sino que también la comprenden plenamente, en particular los fragmentos que les conciernen. Sí, es evidente que Trump mezcla constantemente la verdad con mentiras descaradas y que en más de una ocasión reinventa la historia. Algunas de sus expresiones pueden resultar incluso confusas e inquietantes. Aun así, casi siempre resulta entretenido. La forma en que Trump se dirige a sus electores genera una especie de certeza, una salida en medio del caos, que luego trasciende hasta convertirse en una sensación de seguridad. Con cierta seguridad sus seguidores pueden sentirse más o menos seguros con un líder que les asegura que se ha hecho cargo de la nación en su nombre.
Ya sea real o fantasía, en las mentes de aquellos que le votaron, Trump tiene el control. No es porque sepa más sobre cualquier situación dada en un momento dado, sino porque es impredecible y calculadoramente caótico. Demuestra continuamente que está al mando por defecto: simplemente manteniendo a la gente a la expectativa. Mantiene siempre en vilo a quienes entran en contacto con él. La mayoría esperan ansiosos, a veces temerosos, lo que pueda ocurrir a continuación. Cuando el caos extremo está a la orden del día, uno puede llegar a aceptar el caos normal y corriente. Así es como Trump se sale con la suya: mediante la amenaza de algo mucho peor. ¿Y por qué preferiría esto la mayoría de los estadounidenses?
«Trump no es el resultado de una coincidencia infeliz. ¿Significa eso que los electores estadounidenses no están polarizados y que Trump no echa continuamente leña al fuego? Por supuesto que no»
Aquellos que estudian el estado de la democracia estadounidense han pasado la última década –incluida yo misma– tratando de encontrar una explicación adecuada para la exitosa llegada de Trump a la arena política. Y ello se ha debido en gran medida a la esperanza de definir la evolución de la amenaza populista a la democracia y, si no, al menos entenderla. La estructura de los partidos, la debilidad institucional, la polarización y el atractivo de la retórica populista son algunas de estas explicaciones. Aunque otras muchas, tanto demográficas como institucionales, basan sus fundamentos en la verdad y la lógica, no se puede negar que Estados Unidos, y su democracia, simplemente han llegado a una encrucijada. Y ahora las preguntas son: ¿ha pactado ya el pueblo estadounidense con el diablo o solo ha tomado un camino diferente?, ¿importa acaso esto a estas alturas?
Fracaso del partido
En Estados Unidos está bastante claro que el Partido Republicano se radicalizó incluso antes de que Trump asumiera el cargo. Esto ocurrió de abajo hacia arriba, empezando por el movimiento Tea Party en la derecha. Los tea-partiers eran, por lo general, sectores de edad avanzada de la población preocupados por sus pensiones e hipotecas en un momento en el que las ayudas del Gobierno se estaban repartiendo entre una generación más joven y diversa. Un movimiento que comenzó como una queja por las dificultades económicas se transformó en una protección más amplia de los «derechos» de cada uno.
Estos «derechos» envolvían una imagen (real o ficticia) de lo que estos individuos veían como el país en el que se criaron. Para ellos, era una imagen que recordaba a unos Estados Unidos a la vez religiosos y conservadores. La referencia constante a la Constitución como base de ese conservadurismo convirtió a esa misma Constitución en una especie de «biblia» política a la que también había que remitirse constantemente (Skocpol y Williamson, 2016).
El punto crucial aquí es que el movimiento del Tea Party tuvo éxito en un entorno en el que una población mayor se sentía vulnerable económicamente. Aunque el movimiento adquirió posteriormente un tinte antiinmigración y anti-woke incluso después de que los tea-partiers dejaran de identificarse como tales, su queja inicial era la inseguridad económica, no la cultural. Puede ser que el movimiento se transformara más tarde en otra cosa, sobre todo después de que un líder populista como Trump se apoderara de él, pero sus problemas fueron inicialmente económicos: el acceso prioritario al bienestar social era su objetivo.
«Cuando el caos extremo está a la orden del día, uno puede llegar a aceptar el caos normal y corriente. Así es como Trump se sale con la suya: mediante la amenaza de algo mucho peor. ¿Y por qué preferiría esto la mayoría de los estadounidenses?»
Más tarde llegaría el sentimiento xenófobo antiinmigración. Irónicamente, la mayoría de los electores antiinmigración son aquellos que tienen menos contacto con los inmigrantes. «[L]as cuotas de voto para la derecha antisistema están negativamente correlacionadas con la presencia de inmigrantes a nivel local, lo que sugiere que el atractivo xenófobo, más que cualquier experiencia negativa concreta de la inmigración, es lo que conduce a los votantes hacia estos partidos» (Hopkin, 2020, pág. 11).
En otras palabras, votar a Trump citando la inmigración como principal preocupación puede tener sentido si uno vive en la frontera sur, pero no tanto si lo hace en la zona rural de Ohio. Aun así, la derecha antisistema, en todas las democracias occidentales, tiende hacia el sentimiento antiinmigratorio. Si bien la inmigración es mucho más complicada que, sin más, mantener a los extranjeros fuera del país y tacharlos de indeseables, su lógica es simple y fácil de seguir: a usted no le va bien, así que no permita que nadie más acceda a los beneficios a los que solo usted y los que son como usted deberían tener acceso prioritario. La misma racionalización se da cuando se trata de la ayuda enviada a Ucrania: todo lo que el gobierno da a otra persona se lo está quitando a usted y, por tanto, no le beneficia.
Especialmente desde el punto de vista de la base electoral de Trump, los trabajadores poco cualificados no han sido capaces de ponerse al día ante las demandas de la globalización. Muchos de estos trabajadores que en el pasado podrían haber salido adelante trabajando en una fábrica con un solo salario, se encuentran hoy en una situación en la que el sueño americano está lejos de ser tangible: con una calidad inaceptable de asistencia sanitaria o sin asistencia de salud alguna, y con unidades familiares viviendo al límite entre cheque y cheque. Esto ocurría incluso antes de la Gran Recesión.
Así que, especialmente cuando estos votantes escuchan a Trump insistir en que les situará en primer lugar, sobre todo después de que la Administración Biden les ofreciera muy poco en términos de alivio tangible para sus bolsillos, se sienten aliviados al oírlo. El hecho de que la inflación y los precios de la gasolina hayan sido un problema global para los gobiernos de todo el espectro político es insignificante. De hecho, demuestra incluso que cualquier clase dirigente es incapaz de hacer nada para aliviar su incertidumbre. No importa que a Estados Unidos le vaya económicamente mejor que a la mayoría. El sistema globalizado está excesivamente interconectado y es incontrolable.
De forma innata, existe una tensión entre el Estado-nación como entidad y los mercados globales. Dani Rodrik, en su libro The Globalization Paradox, explica el dilema, o ‘trilemma’ como él lo denomina. Rodrik insiste en que no pueden convivir en armonía a un tiempo la democracia, la hiperglobalización y la autodeterminación nacional. Una de ellas tiene que ceder.
«Como mucho podemos tener dos de tres. Si queremos hiperglobalización y democracia, tenemos que renunciar al Estado-nación. Si debemos mantener el Estado-nación y queremos también la hiperglobalización, entonces debemos olvidarnos de la democracia. Y si queremos combinar la democracia con el Estado-nación, entonces es un adiós a la globalización profunda» (Rodrik, 2011, pág. 200).
«Trump representa la democracia y el Estado-nación con una globalización limitada en forma de proteccionismo. Aquí no hay hiperglobalización. En cambio, Trump está legitimado democráticamente por sus políticas proteccionistas»
En otras palabras, la legitimidad dentro del Estado-nación democrático es difícil de mantener cuando la hiperglobalización es la que decide quién gana y quién pierde, y no el político elegido. Si no hay democracia, entonces no hay restricciones internas. Si no hay Estado-nación, entonces la democracia a nivel global podría funcionar.
Por último, si la autodeterminación depende de un sistema democrático para que sus políticos rindan cuentas, la globalización tendrá que ser limitada. Aunque algunos puedan considerar esta teoría como una simplificación, en este caso es exactamente lo que Trump representa: la democracia y el Estado-nación, con una globalización limitada en forma de proteccionismo. Aquí no hay hiperglobalización. En cambio, Trump está legitimado democráticamente por sus políticas proteccionistas. Sostiene que Estados Unidos es lo primero en su gestión de la política económica en la escena mundial para legitimarse a nivel nacional.
Las políticas proteccionistas tienen un gran atractivo para una población que se siente olvidada en un sistema de cooperación internacional. Los votantes de Trump no quieren cooperación, quieren que se les dé prioridad. Cerrar la frontera junto con deportaciones drásticas conlleva también una sensación de seguridad. Trump lo sabía cuando bloqueó la aprobación de la legislación bipartidista sobre inmigración y seguridad fronteriza para poder postularse con ello durante su segunda campaña. Es la guinda del pastel.
Como tal, la derecha antisistema está muy preocupada por mantener fuera a los inmigrantes y por las políticas proteccionistas que pretenden atemperar los efectos de la globalización: «América primero» es la promesa de un líder que se compromete a poner a los nacionales en primer lugar, a no hablar por encima de ellos y a no permitir que fuerzas externas determinen el rumbo de un país que, en su opinión, ha sido dejado de lado por la influencia global de escenarios tan lejanos a casa.
Jonathn Hopkins, en su libro Anti-system Politics, va un paso más allá: «Reducir la política antisistema al malestar cultural, a la ansiedad de los que ‘se han quedado atrás’ o a los ‘lugares que no importan’, o al renacimiento del sentimiento nacional, tergiversa el fenómeno. En un nivel muy básico, la política antisistema consiste en reafirmar el poder de la política sobre los mercados y el dinero» (Hopkin, 2020, pág. 16). En otras palabras, Trump está al mando, no los caprichos de un sistema quebrado. Cuanto más se ve acosado Trump por ese sistema, tanto en el ámbito nacional como internacional, más emerge como un campeón del pueblo, delincuente o no.
Indiferencia política y fracaso partidista
Según Peter Mair, la indiferencia política en las democracias occidentales ha sido una característica cada vez más constante dentro de las mismas. Esta indiferencia no solo la manifiesta los votantes, sino también los mismos políticos tradicionales. A medida que los hábitos de voto han cambiado, volviéndose aún más erráticos e incluso aleatorios, los partidos políticos se han convertido en lo que él denomina entidades ‘atrapalotodo’. A medida que ha cambiado la sociedad, se han difuminado los identificadores de clase tradicionales de los electores y los partidos han reaccionado procurando la atracción de un perfil más amplio de votantes.
Mair explica: «De ello se deduce que, en ausencia de tales circunscripciones, hay poco en cuanto a las preferencias colectivas que puedan reflejarse y, por lo tanto, toda la lógica del carácter partidista de la formulación de políticas se vuelve difícil de sostener» (Mair, 2013, pág. 56). En otras palabras, la política partidista fracasa cuando los políticos son incapaces de identificar a quiénes están dirigiendo su política.
«’América primero’ es la promesa de un líder que se compromete a poner a los nacionales en primer lugar, a no hablar por encima de ellos y a no permitir que fuerzas externas determinen el rumbo de un país que, en su opinión, ha sido dejado de lado por la influencia global»
Por desgracia, desde el punto de vista de los electores, esto ha llevado también a una difuminación entre las partes tradicionales. Tanto la derecha como la izquierda se han desplazado hacia el centro, ofreciendo muy poco en términos de elección entre un político de un lado o del otro. Hopkins aclara: «Los partidos políticos ya no competían por diferentes modelos de sociedad, sino por el único modelo posible: una sociedad liberal de mercado con un Estado de bienestar cada vez más tenso» (Hopkin, 2020, pág. 38).
Como en el caso de Trump, la derecha antisistema solo abrazará la sociedad liberal de mercado en la medida en que no «socave la visión del interés nacional colectivo», de ahí las políticas proteccionistas (Hopkin, 2020, pág. 61). La izquierda antisistema, por otro lado, generalmente rechazará la economía de mercado y la globalización por completo al verlas como una injusticia. Estos partidos pueden estar representados por políticos de naturaleza socialista, socialdemócrata, comunista o libertaria de izquierdas (postmaterialistas/verdes) (Hopkin, 2020, págs. 63-66). Además, mientras que la derecha antisistema surge de la incertidumbre económica de una población mayor vulnerable, como contraste, la izquierda antisistema surge generalmente en el entorno de una población joven vulnerable (Hopkin, 2020, pág. 165).
Como resultado de este desenfoque convergente, tanto desde el punto de vista de los políticos tradicionales como de los ‘electores’, los votantes se encuentran en una situación en la que no parece haber ninguna diferencia real entre un oponente y otro. Desde el punto de vista del votante, no hay una verdadera elección que hacer, de ahí la indiferencia. Posteriormente, como señala Mair, «de la mano de la indiferencia va la incertidumbre» (Mair, 2013 pág. 29). En última instancia, al ponerse en duda la propia legitimidad de los partidos tradicionales como instituciones, los políticos «ni gustan ni inspiran confianza» y, al final, lo que se tambalea es la propia institución del sistema de partidos (Mair, 2013, pág. 73).
El fracaso del político profesional
Si se pidiera a un político tradicional que aclarara sus posiciones políticas, ¿cuál sería la respuesta? Seguramente surgiría una lista guionizada de posiciones políticas, tanto proactivas como reactivas y en contraposición con las de un oponente. Aun así, ¿qué diferenciaría realmente a este candidato de su también tradicional oponente?
¿Hacia quién dirigiría este político las cuestiones políticas, y hasta qué punto sería eficaz su alegato? ¿Hasta qué punto cualquier político ya establecido se preocuparía por el demos real? Y lo que es más importante, ¿hasta qué punto podría preocuparse realmente alguno de ellos, de nuevo en contraposición con sus oponentes? Eso sí, nos referimos a un político tradicional, no a ninguno de los extremos antisistema.
A los ojos del votante antisistema, ambos políticos establecidos se desdibujan y se mezclan en el mismo tipo arcaico. Una vez más, quizá disminuya la capacidad de ambos políticos consolidados para distinguir cuál es su objetivo hacia el demos. ¿Confiarían estos políticos tradicionales en tecnócratas, expertos e instituciones internacionales para desarrollar su política? Y lo que es más importante, ¿cómo podría un político de este tipo dar la impresión de tomar el control del presente, por no hablar del futuro del país, si su capacidad para tomar decisiones se ve limitada por un sistema global regido por la tecnocracia y la volatilidad?
«La derecha antisistema solo abrazará la sociedad liberal de mercado en la medida en que no “socave la visión del interés nacional colectivo”, de ahí las políticas proteccionistas. La izquierda antisistema generalmente rechazará la economía de mercado y la globalización»
Además, ¿se dirigiría el mensaje de un partido tradicional a un determinado electorado o clase social? ¿Sería efectivo expresar las preferencias políticas en un clima en el que las fronteras entre los electores son difusas y en el que la consistencia demográfica que había durante el apogeo de la política partidista identificable ya no existe? ¿Cómo reaccionaría cualquier electorado, instintivamente consciente de la incapacidad del político establecido para abordar verdaderamente sus preocupaciones, ante tales insinuaciones? La mayoría de las veces, sería pura indiferencia (Mair, 2013).
Ahí es donde interviene el extremo antisistema, con un mandato claro impregnado de cualquier cosa menos indiferencia. Dominando el caos dentro del caos, incluso incitando ellos mismos al caos, el antisistema rechaza el statu quo. El mismo statu quo que no ha funcionado sistemáticamente para sus votantes en el pasado. Por lo tanto, la inseguridad que sienten estos votantes se aplaca, al menos temporalmente.
Conclusiones
De esta forma, un personaje como Trump entra en un entorno electoral volátil, incierto y continuamente polarizado. La indiferencia se convierte en fervor una vez que Trump demuestra sobradamente su evidente falta de indiferencia en cada rincón de la política. Puede que no sea un verdadero conocedor de todo lo que comenta, y que ni siquiera sea veraz, pero no resulta indiferente a nadie.
Eso sí, puede que muchos políticos tradicionales se tomen a pecho la acusación de indiferencia como una acusación infundada. La mayoría de los políticos consolidados pueden verse a sí mismos como cualquier cosa menos indiferentes hacia una variedad de posiciones políticas, pero es lo que es: están tensionados hasta el límite. Y cada vez son más incapaces de dirigirse hacia un electorado homogéneo. El Partido Demócrata estadounidense es un caso de estudio perfecto, con sus facciones de partidos y sus abundantes intereses. Además, los partidos políticos no solo representan ya a la izquierda de clase baja y a la derecha de clase alta. Ya no se trata de una izquierda obrera bien definida enfrentada a una derecha tradicional. La izquierda y la derecha ya no están claramente definidas por líneas de clase.
Como tal, dado que el movimiento del Tea Party es lo que realmente ganó fuerza tras la Gran Recesión en Estados Unidos (la ocupación de Wall Street no llegó muy lejos), una vulnerable generación de republicanos de mayor edad renovó el establishment político republicano. Pasaron de atacar a la élite demócrata tradicional a ir a por la élite del lado republicano. Y cuando Trump llegó a la Casa Blanca por vez primera, el camino ya estaba allanado para él. En realidad no hubo ningún cruce de caminos, solo una consecuente carrera por el camino no tomado.
Tras el intento de asesinato, la entrada de Trump en la Casa Blanca se ha producido esta vez por la mismísima voluntad de Dios (si nos atenemos a su discurso de investidura). Esa insistencia populista de verse como el salvador del pueblo estadounidense se refuerza aún más.
En el plano internacional, la visión transaccional de Trump sobre la cooperación internacional, aunque caótica, será precisamente eso: descaradamente transaccional, por lo que tal vez no sea tan impredecible como podría pensarse. El realismo proteccionista está a la orden del día. Como dice Hopkin: «En muchos aspectos, la actual crisis de representación es poco más que una vuelta a un entorno político conflictivo y competitivo» (Hopkin, 2020, pág. 52). Esto trasciende del ámbito doméstico al internacional. Entonces, ¿es que tal vez, solo tal vez, la democracia necesitaba un poco de impulso en el sentido de que de alguna manera extravió su demos por el camino?
Tal vez, solo tal vez, pero eso no significa que la democracia no esté realmente en peligro de retroceso y derrumbe. La fe que los seguidores de Trump tienen en él no hace que sus tendencias sean menos autoritarias por naturaleza. Tomar las riendas de la nación a tal nivel le otorga un mandato precisamente para eso: autocracia en oposición a democracia. Quizá la democracia necesitaba un empujón de competitividad y conflicto para reubicar a sus electores y resurgir y redefinirse, pero esa amenaza presentada por un líder populista sigue ahí.
Irónicamente, las incompetencias de los políticos tradicionales tanto de izquierdas como de derechas, junto con su incapacidad para definirse ante un público objetivo, pueden haber puesto al frente de la Casa Blanca a un líder incompetente. Pero hay que tomarse un momento para reevaluar la situación a través de una lente diferente. Si se mira a través de la misma lente que sus votantes, Trump es cualquier cosa menos incompetente. Una vez más, lo que más importa es que está al mando.
Tal vez, solo tal vez, esto requiera un par de gafas diferentes. Tal vez el Partido Demócrata tradicional en los Estados Unidos podría mirar hacia dentro y abordar sus propias incompetencias. Junto con una buena dosis de humildad, los demócratas podrían reagruparse y redefinirse para resurgir de forma proactiva y librar la buena batalla. No se puede contrarrestar a los populistas con medidas reactivas. La proactividad debe contrarrestarse con proactividad, sobre todo en un entorno político en el que los votantes buscan ante todo un liderazgo fuerte.

Por ahora, el Partido Republicano es Trump. Es poco probable que él y sus políticas cambien pronto, pero los políticos tradicionales de todo el mundo deben darse cuenta de a qué se enfrentan. El sistema democrático estadounidense debe ajustarse a la realidad sobre el terreno o podrían no reconocer ese sistema un poco más adelante. La mayoría sabe ahora que quedarse pasmado ante la situación no es una opción. En realidad, nunca lo fue. Ser consciente del peligro que corre la democracia sigue siendo la única opción, junto con una verdadera toma de conciencia del fracaso del establishment estadounidense.
Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista Cuadernos FAES de pensamiento político. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.
Bibliografía
Hopkin, Jonathan (2020): Anti-System Politics: The Crisis of Market Liberalism in Rich Democracies, Oxford University Press: New York.
Mair, Peter (2013). Ruling the Void, Verso: London.
Rodrik, Dani (2011): The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, W.W. Norton: New York.
Skocpol, Theda & Williamson, Vanessa (2016): The Tea Party and the Remaking of the Republican Conservatism, Oxford University Press: New York.