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Curiosidades por las que no es tan santa la Semana Santa en el Caribe

Autor: GUSTAVO TATIS GUERRA

Si suena un vals, un canto coral o una contradanza, suenan con ellas un porro, una cumbia, un vallenato, un bolero, una salsa o una champeta.

No hay ceremonia ni liturgia entre los hombres y mujeres del Caribe que no pase por la comida y la música.

Apenas empezaba la cuaresma, mi vecina Nena Uparela, una mujer recia, elegante y de huesos largos, alta y delgada y de una altivez imperial, se asomaba al balcón de su casa de madera, y nos decía a los niños de Sahagún, que había amarrado al diablo que andaba suelto en esos cuarenta días, y lo había subido a empellones amarrado con bejucos hasta el cuarto oscuro y clausurado que debió ser un cuarto de depósitos, y allí en la oscuridad de su casa que era la escuela de primaria, mantenía amarrada a aquella criatura mitad humana y mitad bestia que resollaba con los belfos de un caballo indomable.

Según ella, tenía ojos de luciérnaga que encandilaban el aire y quemaban el sosiego de las rosas al amanecer. Y después que pasaba la Semana Santa lo dejaba suelto para que todo el mundo pudiera enfrentarlo con la fuerza que había tenido ella para amarrarlo.

En la casa de mis abuelos y en la casa de mis padres, en esa infancia repartida entre Sahagún y Montería, entre la sabana y el río, comí todos los manjares de la tradición indígena y africana, y los manjares europeos y sirio libaneses. El encantador e ineludible mote de queso con arroz de frijolito blanco, la infaltable hicotea, el mote de palmito, el bagre con huevo y pescado frito, evocado en su agonía por mi vecino, amigo y poeta Julio Agatón Sierra Domínguez, en su libro último Entrelazando lo sacro y lo profano, que se publicó en 2023, por Ediciones Apidama. Lea: ‘La Magia es Bolívar: Sabor y Tradición’, la feria imperdible esta Semana Santa en Mompox

El sacrificio lento y perturbador de las hicoteas y morrocoyas con un cuchillo de sierra en la boca y un martillo en el caparazón, me dejó traumatizado para siempre y no volví a comerlas, después que vi temblar su corazón en el caldero hirviente.

Agatón evocó además del mote de queso, el reino de las ensaladas como la remolacha, “el tabule envuelto en hojas de lechuga, la berenjena con leche cortada y el tahini blanco o marrón”.

En el altar de la virgen y los santos de mi abuela, Escolástica Flórez, resplandecía sobre los muros el pabilo de una vela que estuvo prendida mucho antes de la cuaresma.

En el tinajero goteaba la sed de un verano prolongado. Y al fondo, sonaban los sabores del porro: Pablito Flórez, Lucy González, La Cieguita cantando con sus hermanos ciegos aquel porro inolvidable La tabaquera o El Caño de Aguas Prietas, donde ella se bañaba en su infancia. En ese canto, el caño pasó a ser un paisaje y se volvió una criatura, un sujeto entrañable de su corazón. Agatón entró y salió de esas mismas aguas, aguas que bajaban de los cerros arrastrando pepitas de oro.

Recuerdo que muchas gallinas del patio de mi casa tenían en el buche pepitas de oro de esas mismas aguas de Ciénaga de Oro, tierra encantada de Soad Louis, Jorge García y Germán Mendoza.

Matices de una tradición

La Semana Santa en todo el Caribe tiene matices de embrujo. En Mompox, pervive la tradición religiosa con más de trescientos años. Y se mantiene viva, en los días santos con sus estaciones, sus cargueros, nazarenos, sus trompetistas de resurrección, su legión de fieles con sus mandas eternas. Se mantiene viva pese a los vértigos inescrutables de la modernidad, la inteligencia artificial y el delirio de la ubicuidad en nuestro tiempo. Lea: El Hay Festival fue protagonista en Mompox, una Semana Santa diferente

En las aldeas recónditas al pie del río, el cerro, el monte y la loma, los más pequeños ya no creen tanto en aquel diablo de nuestra infancia, ni en los brujos ni en las brujas, que reaparecían en la cuaresma, porque han visto de cerca con sus propios ojos, y a pleno sol, a ese diablo encarnado y suelto de madrina, han visto a ese brujo y a esa bruja, que ya no necesitan de cachos ni de escobas.

Nazarenos y flagelantes

En Mompox, en la evocación de Agatón, la Semana Santa es música y aroma, incienso y palo santo flotando dentro y fuera de las siete iglesias, y dentro de las casas, el otro aroma de la viuda de pescado, el arroz con coco, el pescado frito y el bollo limpio. Y de ñapa: el dulce de cáscaras de limón cristalizadas, desamargadas, de un dulzor inigualable. En Santo Tomás, Atlántico, me impactó la tradición profana de los flagelantes latigándose con un fuete largo con siete bolas de parafina filudas, cuyos golpes insistentes sangraban la espalda desnuda del flagelante, vestido con una falda blanca larga, diseñada con cruces negras.

En esa procesión insólita y dramática, al flagelante le lavan las heridas con ron y alcohol y logra llegar a la meta borracho para cumplir su manda. Pero en medio de ese paisaje también la memoria se colma de olores, sabores y canciones. Se come arroz con lisa, recuerda Agatón, sancocho de pescado, sopa de lisa, pescado frito, bollo de mazorca, mazamorra, arroz con leche, mote de guandul.

Otra historia no santa

En los burdeles las mujeres que se acostaban por hambre y por dinero, en el antiguo oficio de la prostitución, no se atrevían a trabajar en Semana Santa, aterrorizadas con la creencia heredada que todo aquel que intentara tener sexo en días santos corría el riesgo de quedarse pegado.

Y la creencia se impuso cuando un asiduo visitante de burdeles pagó triple por el deseo imprudente de querer tener sexo en Viernes Santo, y el desenlace fue agónico e impredecible. Tuvieron que buscar médicos de emergencia para desprenderlos de aquella aventura temeraria que los puso en el límite de la muerte, atormentados por el escándalo público, como si hubieran tenido al mismo Dios señalándolos en un rincón de la alcoba. Lea: Relaciones sexuales en Semana Santa: la verdad tras el mito de “quedarse pegado”

El viejo celador jubilado cabrón de bares en puertos del Caribe, se persignó aquella vez al enterarse, y solo se le ocurrió decir, con una sonrisa socarrona: “Mandan cáscaras. Venir a tirar un Viernes Santo. ¡Quien los manda!”. Pero no fue la primera vez que ocurrió en un burdel o en un motel.

El Caribe se llenó de parejas que asustadas por el miedo a quedarse pegadas, se quedaron pegadas de verdad verdad, y tuvieron que pedir auxilio y solicitar un médico de urgencias en el motel en Semana Santa. Desde entonces, los burdeles del Caribe, por respeto a la tradición judeo cristiana, y sobretodo, por respeto a la herencia espiritual de ese sagrado joven judío, profeta iluminado de treinta y tres años que murió hace más de dos milenios crucificado en un madero de amaranto para despojar de cadenas a toda la humanidad, no abren sus puertas al goce carnal en días santos, y se han visto obligados a recordar a su clientela con un letrero de tiza blanca sobre un tablero verde, visible a los transeúntes: “Cerrado por Semana Santa. Abriremos el lunes”.

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