La complejidad de los problemas de inmigración son difícil de exagerar. Por un lado, Donald Trump promete deportar inmediatamente a decenas de miles de personas a la semana sin nada parecido a un debido proceso si regresa a la Casa Blanca. Por otro lado, algunas de las políticas clave del presidente Joe Biden son criticadas por muchos lejos del campo MAGA, incluso si esto beneficia a Trump. La lista incluye a alcaldes demócratas de grandes ciudades como Eric Adams de Nueva York. Un consenso amplio parece estar fuera de alcance.
Pero este editorial trata sobre una parte mucho más limitada de este debate, una que debería considerarse por sus propias características. Nos referimos al trato absolutamente cruel hacia las aproximadamente 600,000 personas que aún viven y trabajan en Estados Unidos como parte del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA). Creado en 2012 por una orden ejecutiva del presidente Barack Obama, permite a muchos jóvenes “soñadores” que fueron traídos ilegalmente a Estados Unidos siendo niños recibir permisos de trabajo y estadías renovables siempre y cuando puedan demostrar que están en camino de llevar vidas constructivas. La orden enfrentó inmediatamente desafíos de muchos estados, que utilizaron un argumento que Obama mismo había hecho alguna vez: solo el Congreso podría crear dicho programa. Pero mientras que muchos jueces conservadores han estado de acuerdo, la Corte Suprema ha dejado pasar oportunidades para poner fin a esto, incluso cuando aceptó un bloqueo en nuevas aprobaciones de DACA.
Parece que el presidente de la Corte Suprema, John Roberts, espera que el presidente y el Congreso puedan resolver esto sin que la alta corte tenga que allanar el camino para la deportación de cientos de miles de jóvenes productivos, muchos de los cuales ni siquiera se dieron cuenta de que estaban en el limbo legal hasta que habían estado en los EE.UU. durante más de una década, y ninguno de los cuales puede votar a pesar de que pagan impuestos. Esa es una esperanza razonable para aquellos como Roberts que vivieron en una época en la que las políticas de inmigración estaban dominadas por políticos pragmáticos de ambos partidos. Recuerden, el único candidato republicano que obtuvo más de la mitad del voto popular desde 1988 fue George W. Bush en 2004, cuando se postuló para la reelección mientras presionaba por una amplia reforma migratoria.
Ahora, lo único en lo que la mayoría de los legisladores federales pueden estar de acuerdo es que el gasto masivo en déficit no es un gran problema. Las opiniones medidas sobre inmigración parecen ser raras. Pero incluso en esta era polarizada, debería ser posible llegar a un acuerdo en este nicho de la política: el trato insensible hacia estos “soñadores” debe terminar.
