Por Bianca Vázquez Toness — The Associated Press
En Aurora (Colorado), la avenida East Colfax era el mejor lugar para hallar trabajo. Eso es lo que todo el mundo le decía a Sofía Roca. No importaba el consumo de drogas en la calle, las prostitutas y los grupos de mujeres inmigrantes desfilando por las aceras solicitando trabajo en los mismos restaurantes y panaderías mexicanas.
En East Colfax, los jefes y los clientes hablaban español y estaban dispuestos a contratar a alguien como Roca, una inmigrante colombiana de 49 años sin permiso legal para trabajar. Esa era la razón por la que regresaba allí cada mañana pese a no tener éxito.
“¿Sabes cocinar comida mexicana?”, preguntó una mujer mientras cortaba unos limones cuando Roca pidió el trabajo en la cocina que anunciaban en la puerta. Su acento revelaba que no era mexicana.
“Puedo aprender”, respondió Roca, pero recibió una respuesta concluyente: “No estamos contratando”.
Un número récord de sudamericanos cruzó la frontera sur en los últimos meses en busca de oportunidades económicas, y muchos llegaron a comunidades que no están preparadas para recibirlos y donde, a veces, las personas era hostiles con ellos. Algunos no estaban tampoco preparados para las realidades de su nuevo hogar.
El flujo de migrantes pone a prueba a una ciudad
Las mujeres abandonaron Venezuela y, en menor medida, Colombia para escapar del hambre y la violencia, mantener a sus hijos y buscar atención médica. Son parte de los más de 42,000 migrantes que han llegado al área de Denver en dos años. Muchos no conocían a nadie en Denver. Pero era la ciudad más cercana a la que Texas ofrecía viajes gratuitos en autobús, tanto para disminuir la presión sobre sus ciudades como para lanzar un mensaje a las ciudades de tendencia liberal sobre el impacto de la inmigración en la frontera.
Desde Denver, un número incalculable de personas se dirigió al suburbio vecino de Aurora, atraídas por alquileres más baratos y abundancia de hispanohablantes. Pero encontrar un trabajo y un alojamiento asequible no ha sido nada fácil, y las mujeres además se enfrentan a sus propios retos.
El año pasado, casi 900,000 mujeres y niñas intentaron cruzar la frontera sur, lo que supera más de cinco veces las cifras registradas en la última década, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, en inglés). Como muchas de ellas, Roca vino para ayudar a sus hijos. Su hija adulta, que está en Colombia, padece lupus y no puede comprar “las medicinas buenas”.
La economía de Colombia nunca se recuperó del impacto de la pandemia de coronavirus, y Roca escuchó a personas que conocía que decían que en Estados Unidos podría ganar 1,000 dólares a la semana. “Eso es mucho dinero en Colombia”, dijo. En mi país, “con un dólar puedes comprar el desayuno de toda tu familia”, dice.
Roca partió hacia Estados Unidos con un tío. Lo detuvieron en México, pero logró cruzar la frontera en Juárez y dijo a los agentes estadounidenses que solicitaba asilo. En El Paso, un trabajador de un refugio le dijo que Denver ofrecía alojamiento gratuito para migrantes y que Texas pagaría los gastos de transporte.
Hasta septiembre, el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, había trasladado en autobús al menos a 119,000 migrantes desde la frontera a ciudades gobernadas por alcaldes demócratas, como Denver, Nueva York, Chicago y Washington D.C., según dijo.
Roca llegó en noviembre y se alojó durante dos semanas en un hotel convertido en refugio que era pagado por la ciudad de Denver. Cuando fue a buscar trabajo frente a Home Depot y a lo largo de East Colfax, notó que su solicitud tenía una fría recepción por parte de los lugareños. “Decían cosas horribles de los venezolanos”, contó.
No sabía que los beneficios que han recibido muchos inmigrantes recientes —en concreto, una vía para obtener un visado de trabajo temporal y, con él, empleos mejor pagados— estaban causando resentimiento entre la numerosa comunidad mexicana de Aurora. Muchos tienen seres queridos en el país que llegaron de forma ilegal o que han vivido durante años aquí sin permiso legal para trabajar.
A medida que el caos y el colapso económico hacían que llegaran más migrantes a la frontera, la Administración del demócrata Joe Biden creó y amplió las vías legales para entrar en Estados Unidos, con la posibilidad de solicitar permisos de trabajo. Sin embargo, en junio suspendió temporalmente el asilo para los nuevos inmigrantes que cruzan ilegalmente, poniendo fin a una de las principales vías de acceso al trabajo legal.
Roca nunca pudo optar a un permiso de trabajo, pero los residentes mexicanos de Aurora siguen asociándola con los muchos migrantes que sí lo tienen. El resentimiento hacia los recién llegados también estaba creciendo en otro rincón de Aurora: el Ayuntamiento. En febrero, las autoridades de Aurora avisaron a otras comunidades contra el alojamiento de inmigrantes, diciendo que no gastarían dinero municipal para ayudarles.
Este verano, el alcalde de Aurora repitió la afirmación de un propietario de que una conocida banda criminal venezolana, el Tren de Aragua, se había apoderado del control de un edificio de apartamentos, y dijo que investigaría cómo tantos venezolanos habían terminado viviendo en Aurora. Aunque la policía dice que las bandas no tomaron el edificio, el expresidente Donald Trump retomó la afirmación, mencionándola en sus mítines de campaña. El mes pasado, el alcalde se retractó de algunos de sus comentarios.
Dificultades para conseguir trabajo
Roca nunca tomó la decisión deliberada de instalarse en Aurora. Para ella, no estaba claro dónde acababa Denver y dónde empezaba Aurora, ni que Denver estuviera más dispuesta a ayudar a los inmigrantes que llegaban a la zona.
Así que cuando se le acabó el tiempo en el refugio de Denver, hizo lo único que sabe hacer: se dirigió a East Colfax, en Aurora.
Caminaba arriba y abajo por las aceras, esquivando a personas que han tomado las paradas de autobús para inyectarse drogas o fumar fentanilo y que venden en las aceras artículos de aseo robados en tiendas. Se acercaba a los inmigrantes que sostienen carteles de cartón y piden dinero a las puertas de Walmart, preguntándoles si saben de algún trabajo o un lugar donde alojarse.
Le llamó la atención un hombre que está junto a su camión aparcado frente a una tienda de segunda mano. Cantaba rap en español. Parece feliz, pensó. Parecía un buen tipo.
Dijo que podía ayudarla a ella y a su primo, que llegó unas semanas antes. Pero no en Colorado. Podía regresar a Kentucky con él y su familia. Para ayudarla a corto plazo, el hombre —El Cubano, como ella le llama— le dio 10 dólares y la invitó a tomar un helado.
Después de más de una semana de estar con la familia en Kentucky y de cocinar y comer juntos, Roca se enteró de que la mujer de El Cubano trabajaba en el negocio. No hay mucho trabajo en Kentucky, así que se ganaba la vida con el trabajo sexual, le contó a Roca, mientras sus hijos jugaban a unos metros de distancia.
Unos días más tarde, mientras preparaban juntas la cena en la caravana de la pareja, un mexicano de unos 30 años se presentó en una camioneta.
Había visto una foto de Roca y le había gustado. La mujer dijo que pagaría 1,000 dólares por dos noches con Roca. Roca se quedaría con 600 y la pareja con 400. Roca tendría que pagarle seis dólares por cada viaje de ida y vuelta a su casa.
Roca dejó de picar la cebolla y miró a a su primo. No te vayas con ese hombre, le dijo el primo. No lo conoces, advirtió.
Roca pensó en todos los trabajos que había hecho en su vida. Cuidar a enfermos de alzhéimer como auxiliar sanitaria a domicilio. Atender teléfonos en un centro de llamadas. Vender productos de belleza en la calle en México.
En su mes en Estados Unidos, había comprendido rápidamente que tendrá que hacer sacrificios en este país. Que los informes que había escuchado en Colombia sobre ganar 1,000 dólares a la semana eran probablemente una hipérbole. Que tendría que llevar su cuerpo al límite haciendo trabajos manuales. Tendría que aceptar salarios por debajo de la media hasta que consiga un permiso de trabajo, si es que lo conseguía. Tendría que quedarse en la sala de estar de alguien con otros recién llegados y renunciar a su intimidad.
¿Pero someterse a los caprichos de un desconocido de una forma tan íntima y vulnerable? “No”, le dijo a la mujer. “No voy a ninguna parte con nadie”. Y le dijo al hombre que se fuera. Los insultos comenzaron inmediatamente.
“¿Cómo vas a ganar dinero, chica?”, le preguntó la mujer. “No vas a vivir aquí gratis. Aquí se come bien, ¿no? Pero no es gratis”, agregó.
Roca no sabía qué esperar, quizá violencia. Ella y su primo no tenían dinero ni transporte. Estaban atrapados. Pero unos días después, Roca se marchaó mientras El Cubano gritaba insultos desde su caravana. Una venezolana que conoció en Home Depot encontró a alguien que les ayudaó a salir de Kentucky.
¿Adónde querían ir? A algún lugar donde conociera gente, recuerda haber pensado. Algún lugar con otros inmigrantes. Decidió regresar a Aurora
Entre los migrantes de Aurora la vida no es mejor
De vuelta en Aurora, Roca se acercó a una mujer venezolana que había conocido brevemente pidiendo dinero afuera del Walmart de Colfax. Pronto se instaló en el salón de la mujer, compartiendo un colchón inflable de tamaño queen con el hijo adolescente de la mujer.
Roca encontró trabajo los fines de semana ayudando a un hombre a montar y desmontar su puesto en un mercado al aire libre. Se echaba a los hombros grandes sacos de ropa usada, colocaba la ropa expuesta y hablaba con los clientes. Todo por 10 dólares la hora. “Es un salario abusivo”, dijo, “pero es un trabajo”.
Probó a trabajar de pie fuera de Home Depot, pero descubrió que muchas personas le hacían proposiciones sexuales o no le pagaban después de realizar trabajos legítimos. Renunció a quedarse de pie frente a un centro de jornaleros en Aurora cuando no se sintió segura tratando de competir por el trabajo con decenas de hombres, que la empujaban y saltaban a los camiones en marcha que recogían a los trabajadores.
La mayoría de los días que caminaba por Colfax Avenue, cuenta Roca, los hombres le pedían sexo, levantando los dedos para indicar cuántos cientos de dólares estaban dispuestos a pagar.
Mientras buscaba trabajo en marzo, se topó con lo que parecía un viejo motel, un lugar que no conocía. “¿Es un hotel o un motel? No lo sé”, dijo, mientras abría la pesada puerta de metal: “Vamos a ver”.
En el pequeño vestíbulo había una máquina expendedora de cigarrillos de los años setenta. Un anciano esperaba detrás de una ventana corredera de plexiglás. No había vacantes, pero la animó a probar en el bar del fondo. “Siempre están buscando chicas”, le dijo.
Roca se dirigió a la parte trasera del edificio y reconoció el nombre del bar. “Conozco este sitio”, dijo.
En algunas cantinas mexicanas de Aurora y Denver se paga a las mujeres para que hablen y beban con los hombres. Las ficheras, como se conoce a las mujeres en español, venden cervezas con un importante sobreprecio a los hombres y se embolsan los beneficios. Puede ser una forma rápida de ganar dinero, pero también una ruta hacia el tráfico sexual o el tráfico de drogas.
Al visitar estos establecimientos, se puede ver a algunas de esas mujeres luciendo tobilleras del Gobierno con sus altísimos tacones. Las tobilleras se las dieron los funcionarios federales de inmigración para controlar sus movimientos mientras esperan para asistir a las audiencias de inmigración.
“No creo que tenga que hacerlo todavía”, dijo Roca, “pero esta calle sólo ofrece prostitución”.
Tomar otro autobús, y seguir adelante
Desde que regresó a Aurora, Roca ha descubierto que tiene pocas opciones para establecer su residencia legal o trabajar legalmente en Estados Unidos. Ella le dijo a los agentes de la Patrulla Fronteriza que planea pedir asilo en su audiencia de deportación del próximo año, pero duda que se lo concedan.
Irónicamente, lo que le ocurrió en Kentucky podría ayudarla a conseguir un visado. El Gobierno concede visados especiales a las víctimas del tráfico sexual en este país, pero Roca nunca ha querido denunciar a la pareja cubana por temor a su venganza.
Se había puesto en contacto a través de Facebook con una amiga colombiana de la secundaria que vive desde hace un año en el noreste de Estados Unidos. “Me dijo que puede conseguirme trabajo en un hotel y que puedo quedarme con ella”, dijo. “¿Qué harías tú en mi lugar?”, le preguntó a la periodista, “¿te irías?”.
La idea de aprender a moverse por una nueva ciudad agotaba a Roca. Pero sin más trabajo, no había mucho que la retuviera en Aurora. Sus compañeras de apartamento iban a ser desalojadas la semana siguiente. No sabía adónde iría si perdían el apartamento.
Dos días después, con unos 80 dólares en el bolsillo, Roca subió a un autobús de Greyhound pagado por la ciudad de Denver. Llegó a una nueva ciudad —una que no ha recibido autobuses llenos de inmigrantes procedentes de Texas— y se reunió con su amiga de la secundaria. (The Associated Press no identifica su nueva ubicación, ya que Roca teme que la pareja cubana pueda buscarla después de que hablara de ellos en los medios de comunicación).
La amiga de Roca cumplió sus promesas, permitiéndole vivir con ella y la recomendó para un trabajo de limpieza de habitaciones de hotel. Roca ya ha cambió de trabajo y ha encontrado uno que le gusta más. Camina por la ciudad con facilidad y de forma anónima.
“Es una gran diferencia con mi vida en Denver”, dice, “hay menos caos y nadie me ha faltado al respeto. Ha sido un gran refugio”.
No está segura de cuánto tiempo se quedará. Pero Sofía Roca no volverá a vivir en Aurora.