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Guía monstruosa del videojuego en PlayStation One (1)

Autor: Jot Down Cultural Magazine

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A finales de 1994, hace casi treinta años, una consola con un nombre que parecía fruto de la brainstorming más perezosa del mundo se estrenó en Japón. El cacharro era grisáceo y había sido facturado por una compañía que apenas tenía experiencia previa en videojuegos: Sony, los de las cintas de vídeo Betamax, los Walkmans y las teles Triniton. Una empresa japonesa cuya relación con el sector lúdico pixelado se limitaba a vender piezas a otras compañías para fabricar consolas. Y a poseer un equipo en California, llamado Sony Imagesoft, que había parido un juego de NBA horrible y dedicaba el 99,9% de sus esfuerzos a distribuir juegos programados por gente más mañosa. El aparato que Sony lanzó en Japón en 1994, y en el resto del mundo unos meses mas tarde, se llamaba PlayStation, y a la larga cultivaría un éxito descomunal. Fue la primera consola de la historia que superó los cien millones de unidades vendidas durante su vida comercial, y se convirtió en el inicio de una familia de hardware que hoy en día sigue siendo absurdamente popular.

La historia sobre cómo Sony se había metido en aquel berenjenal es bastante conocida. Allá por 1988, las compañías Sony y Nintendo comenzaron a hacerse carantoñas para colaborar en una consola que aprovecharía la revolucionaria tecnología del CD-Rom. La alianza tenía previsto materializarse adoptando la forma de una Super Nintendo con soporte para dichos cedés. Y así lo explicaron públicamente desde Sony en junio de 1991 durante el CES (Consumer Electronic Show), presentando de manera oficial a los medios una curiosa Snes-CD bautizada como «Play Station».

La verdadera sorpresa llegaría un día más tarde, cuando Nintendo anunció en la misma feria de electrónica, y con un par de huevos como sandías, que rompía su acuerdo con Sony y se aliaba con otra compañía, Phillips, para desarrollar la Supernes alimentada por CD-Rom. Aquello cabreó bastante a los mandamuchos de Sony, quienes se dedicaron a crucificar al ejecutivo interno de la empresa, Ken Kutaragi, que había ideado la fallida asociación y provocado el ridículo posterior. Al final, y por los pelos, Kutagari logró que le concedieran la oportunidad de resarcirse, aprovechando el trabajo previo para fabricar una nueva consola que apostaría por los gráficos en 3D.

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El diseño de los botones del pad fue una buena jugada a la hora de crear marca.

La gris de Sony, la PlayStation, la Play, la inicialmente conocida como PSX (sobre todo en USA) y después rebautizada como PSone cuando empezó a tener sucesoras. Los botones triángulo verde, círculo rojo, equis azul y cuadrado rosa. Las cajas de juegos PAL tochas que se rompían si las mirabas fuerte, a diferencia de las japonesas o las norteamericanas que eran las (mucho más sosas) carcasas de compact-disc de toda la vida. Las tarjetas de memoria necesarias para salvar la partida. Las texturas que se retorcían, los campos de visión limitados y el pop-in de los polígonos a dos metros y medio de distancia. Los mandos que, con el tiempo, implementaron dos palancas analógicas, algo indispensable hoy en día, y poco después la vibración tirando de motores internos. Y lo que nos interesa: las toneladas de videojuegos en formato cedé con el culo negro porque, por salirse de la norma, aquellos discos tenían la trasera oscura.

En total se lanzaron 7918 juegos para la PlayStation original, pero ese número tiene truco ya que a las tiendas europeas (el territorio PAL) nos llegaron oficialmente 1644 títulos, mientras que en Estados unidos (la región NTSC) se publicaron 1284. Tanto baile de cifras tiene su explicación: Japón recibió cinco mil títulos más que el resto del planeta porque el catálogo oriental de la consola se inundó de simuladores de citas baratos, juegos casuales basados en animes, docenas de variantes del mahjong, programas educativos, entretenimientos sobre cantantes pop autóctonos y muchas bizarradas japonesas que no tenían posibilidades comerciales más allá de sus fronteras. Los números europeos también son engañosos, porque cuentan como si fueran múltiples entregas las ediciones en diferentes idiomas del mismo juego, por lo que en realidad la cantidad real es algo más baja. Además, tanto Europa como USA gozaron de lanzamientos exclusivos que no se comercializaron en otras regiones. Por el bien de nuestra cordura esta guía monstruosa va a centrarse en pegarle un repaso a todo lo importante publicado en las praderas PAL.

1995 – Here comes a new challenger

PlayStation aterrizó en España el 29 de septiembre de 1995, a un precio de 59 990 pesetas. O unos 360 euros, que en realidad equivaldrían a más de 650 euros si tenemos en cuenta la inflación y todas esas cosas extrañas de empresaurios que el que esto firma no tiene ni pajolera idea de computar con certeza. Como una consola sin juegos es poco más que un pisapapeles carísimo, la máquina de Sony se presentó acompañada de una camada de títulos de lanzamiento donde había un poco de todo: ports de máquinas arcade, sagas y géneros clásicos reimaginados en tres dimensiones, relanzamientos y nuevas IP.

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3D Lemmings.

Los simpáticos suicidas peliverdes de 3D Lemmings, un juego que se había estrenado en ordenadores domésticos dos meses antes, suponían el traslado al terruño poligonal de la idea principal tras el clásico Lemmings: guiar a una tropa de criaturas adorables e insensatas hasta un lugar seguro. 3D Lemmings resultó curioso por la novedad y constituía un rompecabezas competente. Pero estaba situado a años luz del encanto de aquel primer Lemmings que sigue siendo uno de los mejores videojuegos de la historia, poseía unos controles de cámara espantosos por culpa de la inexperiencia general con las tresdé, y reforzaba la idea de que los lemmings siempre han lucido muchísimo más guapos esculpidos con los pixeles minimalistas de sus primeras entregas. Air combat se basó en una recreativa de batallitas aéreas (Ace combat de 1993), pero no fue concebido como un port directo, porque la PSX era incapaz de ello, sino como un juego nuevo que utilizaba el mismo concepto de la maquinita. Un arcade de aviones en guerra, sencillo pero divertido, que dejaba en el banquillo la simulación para potenciar el matamucho y celebrar el derribo de naves enemigas con letras doradas cantando BINGO en la pantalla. 

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Rapid reload, Kileak: the blood, Novastorm.

De Kileak: the blood no se acuerda ni dios hoy en día, y con razón: proponía un first person shooter suave, pero demasiado primitivo e incapaz de sacudirse de encima la pinta de demo técnica. Novastorm fue una desfachatez al tratarse de un juego de 3DO y Mega-CD reempaquetado para PsOne, con la idea de rascar perras aprovechando la escasez inicial del catálogo. El problema es que además de oportunista, Novastorm también era técnica y jugablemente muy pobretón. Un matamarcianos sobre raíles bastante básico donde todo el entorno eran secuencias de vídeo prerenderizadas sobre las que se superponían los sprites del jugador y los enemigos. Una puesta en escena que ya daba pereza a mediados de los noventa. Rapid reload apostó por el gun and run clásico de pixelacos en dos dimensiones y desarrollo lineal. Pero la gente no le hizo mucho caso porque dentro de su género no llegaba al nivel de las obras maestras (Metal slug o Gunstar heroes) y, sobre todo, porque se antojaba anticuado. En 1995 las erecciones entre el los jugadores las provocaban los polígonos toscos, las aristas afiladas y las texturas en gloriosas resoluciones paupérrimas. Rapid reload, en cambio, parecía un juego de 16 bits, más propio de la generación previa de consolas.

Las alegrías llegaron pegando botes con Jumping flash!. O uno de los primeros videojuegos que llevó el género de plataformas a un mundo en tres dimensiones, adelantándose un año al revolucionario Super Mario 64. De hecho, Jumping flash! figura en el libro Guinness de los récords como el «Primer juego de plataformas en 3D reales», aunque eso no es del todo cierto: en 1990, un programilla francés llamado Alpha waves brincó sobre polígonos en los ordenadores domésticos Amiga, PC y Atari ST. Y en 1994, Geographical seal colocó a los usuarios del ordenador japonés Sharp X68000 en el interior de un mecha con aspecto de rana y capacidad de efectuar un doble salto. 

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Jumping flash!

En PlayStation, Jumping flash! reutilizó tanto el motor de Geographical seal, como a su equipo de programadores y la idea de los animalicos autómatas para elaborar una aventurilla protagonizada por un conejo-robot llamado Robbit. Un agente, a las órdenes del Ayuntamiento del Universo, embarcado en la misión de detener a un científico loco que anda arrancando trozos de planetas para convertirlos en complejos turísticos. O lo que vendría a ser ciencia ficción si tenemos en cuenta que en la trama es el ayuntamiento es el que quiere detener el pelotazo urbanístico. Jumping flash! apostó por la perspectiva en primera persona, con una cámara que enfocaba a los pies del héroe durante los botes elevados, y supuso un entretenimiento cortito muy disfrutable con gráficos sencillos pero requetemonos. Sus creadores tenían la esperanza de convertir al conejillo en mascota famosa de existencia longeva, al estilo de Mario o Sonic. Pero la criatura tuvo una vida corta: protagonizó una secuela inmediata, Jumping flash! 2 (1996), muy digna pero muy ignorada y una tercera entrega, Robbit mon dieu (1999), que no saldría de Japón. 

Battle arena toshinden fue uno de los juegos de lanzamiento de PSX más populares porque, al igual que Jumping flash!, también suponía un cambio de rumbo para un género. Durante los primeros noventa, Street fighter II se consagró en los salones arcade como el rey intocable de las hostias en dos dimensiones. Pero los indeseables habituales de esos antros recreativos no tardaron en sentir la necesidad, en cuanto la tecnología parecía capaz de hacerlo posible, de comenzar a partir morros tridimensionales. A finales del 93, Sega presentó Virtua fighter como la primera máquina de peleas poligonales, con un reparto de luchadores construidos con geometrías encantadoramente toscas, y el juego se convirtió en un éxito que sería trasladado a la consola Saturn. Entretanto, en Sony se olieron el filón y comenzaron a promocionar Battle arena toshinden, un juego one versus one en 3D, como un «Saturn killer», un título exclusivo de PlayStation que prometía aniquiliar a la consola de Sega. La fanfarronada era una estrategia comercial más que una declaración de guerra, porque Battle arena toshinden se lanzaría en Saturn unos meses después, y con más contenido que en la versión de Play. A Battle arena toshinden se le recuerda con afecto más por ser uno de los pioneros, de la consola gris y de la lucha en 3D, que por mantener bien el tipo. Porque ha envejecido como la leche al solete y revisitarlo hoy en día es algo doloroso como consecuencia de sus mecánicas arcaicas, y de carecer de las mejoras que incluyeron juegos posteriores a la hora de repartir estopa sobre los tres ejes.

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Battle arena toshinden.

Lo mejor de la tirada inicial de juegos para PlayStation en el mundo PAL llegó zumbando en forma de un par de competiciones de velocidad protagonizadas por vehículos con y sin ruedas: Ridge racer y Wipeout. El port de un arcade de coches y un juego totalmente original con naves zumbando a ritmo de rave británica.

Era bastante fácil pillarle cariño al primer Ridge racer de PlayStation. Suponía una brillante versión doméstica de la recreativa de idéntico título de 1993, permitía jugar al Galaga durante la pantalla de carga (añadiendo coches extra si uno limpiaba con éxito el espacio de marcianos), lucía muy colorido, apostaba por un musicote fiestero, renunciaba a la conducción realista e invitaba a derrapar non-stop en carreras locas junto a playas de cielos azules y exóticas palmeras poligonales. De trasladar la máquina desde las salas hasta el disco doméstico se encargó el diseñador Fumihiro Tanaka, quien también había sido responsable de desarrollar el arcade primigenio. A pesar de trabajar sobre carreteras conocidas, aquel trasvase a PSX le supuso un hermoso berenjenal al equipo de Tanaka, obligando a reconstruir todo el programa desde cero para la consola durante ocho meses, el mismo tiempo que se había tardado en alumbrar el original del noventa y tres. 

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Ridge racer.

Para la banda sonora se reutilizaron los temazos de la máquina recreativa compuestos por Shinji Hosoe (alias Sampling Master MEGA) con colaboraciones de Nobuyoshi Sano (alias sanodg) y Ayako Saso. Una colección de pistas electrónicas que nacieron inspiradas en el techno, el gabber roterdamés y el hardcore, con la idea de transmitir durante las partidas la sensación de fiestorros, diversión desmadrada y velocidad. En aquella época, Hosoe estaba muy metido en la electrónica subterránea de los clubs europeos y sus composiciones parecía arriesgadas para un juego que, inicialmente, ni siquiera iba a tener música durante las carreras. Pero funcionaron tan bien como para que la animada banda sonora de Ridge racer se convirtiera en una de sus virtudes más celebradas. 

Y todo lo anterior dio como resultado un juego sobresaliente. Ridge racer era divertidísimo, sus derrapes exagerados resultaban muy satisfactorios una vez que se le pillaba el punto a lo de fundir los neumáticos con el asfalto, y en la pantalla los coches pisaban el acelerador a 25 fps, algo que en aquella época era, yoquesé, similar a la velocidad de la luz en las carreteras tresdé. Tenía sus pegas, como la ausencia de multijugador, una inteligencia artificial muy básica, o lo excesivamente parco del contenido: sus cuatro circuitos eran variantes de la misma pista de carreras. Pero daba igual. La memoria mantiene amarrado a Ridge racer a la consola de Sony porque ambos aparecieron de la manita pero, sobre todo, porque aquel trasto y aquel juego permitieron a los jugadores sentir que tenían el arcade de los salones rugiendo en la habitación de casa. Y con musicote de fondo.

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Ridge racer.

«Carreras de naves antigravitatorias», con esa idea de partida, esbozada entre jarra y jarra de cerveza en el pub Shrewsbury arms de Oxton (Merseyside, Inglaterra), nació el germen del primer Wipeout entre los currantes de la desarrolladora británica Psygnosis. Horas antes de visitar el bar, el diseñador Nick Burcombe había estado jugando en su casa a Mario kart de la manera que él consideraba la única digna y disfrutable: con el sonido del televisor enmudecido y la minicadena de casa atronando la música dance que al hombre le molaba para darlo todo. En la barra del pub, se reunió con su colega Jimmy Bowers, otro desarrollador que llevaba consigo los bocetos de varias naves futuristas que él mismo había diseñado para un juego de Amiga llamado Matrix marauders (1990). Mientras pimplaban hectolitros de alcohol decidieron que tenían enfrente conceptos que podían suponer algo gordo en caso de combinarlos con soltura: Mario kart, naves futuristas y música dance.

Los chavales crearon una demo de aquella ocurrencia con naves circulando a toda leche a ritmo de «One love» de The prodigy. El prototipo, que inicialmente se concibió como un rally de ciencia ficción con carreras sucias, resultó muy celebrado en las oficinas de Psygnosis. O el estudio de Liverpool que Sony había adquirido en 1993, aflojando veinte millones de libras, cuando los japoneses vieron que aquellos hijos de Albion se manejaban bien con los gráficos en 3D. Según Burcomne «era esa desarrolladora que los de Sony compraron cuando no sabían qué hacer para rellenar la capacidad de un cedé». 

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Wipeout.

Los británicos comenzaron a trabajar en el juego de carreras para acompañar la llegada de la nueva consola, lo bautizaron Wipeout en honor al tema «Wipe out» de Surfaris, incluyeron armas para putear a oponentes al estilo Mario kart, pulieron la estética transformando la competición en una suerte de Fórmula 1 sci-fi y contrataron a los creativos de The designers republic para crear los estilismos y logos que le darían empaque al producto. Esto último fue una decisión acertadísima, The designers republic era tropa de diseñadores bastante antisistema que se encargaban de crear arte y portadas para la escena underground musical de fiestas electrónicas. Y su trabajo embalando Wipeout dotó al producto de una personalidad visual muy marcada, y de una portada fabulosa. Entretanto, los responsables de la im-pa-ga-ble película Hackers (1995) pidieron a Psygnosis metraje del videojuego para incluirlo en la peli. Y los programadores crearon un clip CGI de una carrera, que Angelina Jolie simulaba jugar en el film, ganando mucha publicidad extra para el lanzamiento.

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Wipeout.

La banda sonora fue otro acierto tremendo. Burcombe, un fan de las raves, no pudo convencer a The prodigy para participar, pero sí logró que Orbital crease un tema para el juego y que The chemical brothers y Leftfield le cediesen un par de remixes, composiciones que se sumaron a unos cuantos temas chunda-chunda compuestos por CoLD SToRAGE. Gracias a todo esto, y a ser uno de los videojuegos pioneros en lo de licenciar temazos, Wipeout nació hermanado con la cultura de club y su música, algo que le ayudó a calar entre la gente y hacer que la consola fuese tomada en serio por un público más adulto. También tenía cierto espíritu gamberro y subversivo: las malas lenguas, miembros de Psygnosis incluidos, extendieron el rumor de que la «E» mayúscula de la portada diseñada por The designers republic era un guiño al éxtasis que se consumía en las salas de baile. Y la publicidad en prensa que acompañó al juego fue polémica por cañera: una de las promos mostraba a la DJ Sara Cox hecha un Cristo, con pinta de haber tenido un accidente o de haberse pasado con las rayas en el baño, según se mirase.

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La campaña publicitaria de Wipeout era definitivamente una cosa muy especial.

En lo jugable, la conducción de las naves era divertida, pero difícil de cojones de dominar, demandando una precisión absurda por parte del piloto. Sorprendentemente, esto último no espantó a los jugadores, sino que los enganchó más a perfeccionar su estilo para raspar décimas de segundo en cada nueva vuelta a la pista. Wipeout es uno de los escasos ejemplos de juego en los que pasarse de exigente fue motivo de éxito.

Tras la hornada inicial de discos, la recién nacida PlayStation continuó engrosando la oferta de cedés negros durante 1995 con todo tipo de propuestas. Entre ellos se encontraban Cyberspeed con sus extrañas carreras futuristas de naves amarradas a un haz de luz y sus antediluvianas cinemáticas en donde la gente se veía así; el juego de golf PGA Tour ’96; las plataformas clásicas (y algo anticuadas) con lagartija charlatana de Gex; el divertido Firestorm: Thunderhawk 2 y sus misiones guerrilleras a bordo de un helicóptero; dos matamarcianos bidimensionales old school de los salones arcades noventeros (Raiden y Raiden II) empaquetados en un único disco bajo el título The Raiden project; el simulador de teatro WWF WrestleMania: The arcade game; las batallas aéreas de un avioncete del futuro en Warhawk, un juego muy ameno pero cabezón en sus costumbres al utilizar passwords en lugar de salvar la partida en la tarjeta de memoria; ESPN Extreme games; la adaptación de la famosa maquinita Mortal kombat 3; el hockey sobre hielo de NHL Face-off; el parco Defcon 5 y su extraña combinación de walking simulator, trasteo con menús e interfaces, y campo de tiro contra naves alienígenas; un Jupiter strike y un Total eclipse turbo a los que les era imposible disimular que se trataban de versiones Aliexpress del Starfox nintendero; o el juego-basado-en-la-película-que-se-basaba-en-el-juego Street fighter: The movie, la versión jugable de aquella obra de arte del celuloide con Jean-Claude Van Damme, Raúl Juliá y Kylie Minogue. Cuidado con este último porque parecía una broma de mal gusto con sus sprites fotorrealistas, pero en USA vendió como churros, agotando todas las unidades en un mes.

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The raiden project, Cyberspeed, Firestorm: Thunderhawk 2.

Off world: Interceptor extreme merece una pequeña mención especial. Si bien el juego era bastante olvidable, un arcade de 3DO caótico y poco agraciado con buggies disparándose entre sí por el desierto, sus interludios FMV eran impagables: escenas con actores de carne y hueso y aspecto de película de ciencia ficción ultra cutre de presupuesto negativo. Que, y aquí viene lo bueno, se presentaban comentadas por las siluetas de un par de chavales haciendo mofa de ellas al estilo Mystery science theater 3000. Tampoco es que los chistes fueran buenos, sino que aquello parecía haber sido improvisado sobre la marcha a última hora, para intentar rebajar los niveles de vergüenza ajena que proporcionaba el metraje live-action

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Discworld, Doom, Theme park.

También hubo unos cuantos divertimentos nacidos en ordenadores y reeditados en Play, aprovechando que el soporte cedé facilitaba mucho las cosas. Títulos como la (muy puñetera) aventura gráfica Discworld basada en los libros de Terry Pratchett; un port estupendo del glorioso Doom que incluía niveles de Doom y de Doom II junto a otros completamente originales, pero que además añadía nuevos efectos de iluminación y una banda sonora menos MIDI y mucho más siniestra; el primer Worms con sus gusanos belicosos microscópicos; el simulador de parques de atracciones Theme park ideado por Peter Molyneux, un título que se convirtió en un éxito inesperado en tierras orientales; el flojucho juego de carreras y disparos Hi-Octane, concebido también por Molyneux y desarrollado a contrarreloj en ocho semanas para ganar algo de pasta rápida; y el juego de estrategia por turnos X-COM: Enemy unknown que, además de ser un port perezoso, resultaba bastante coñazo de encarar si uno no tenía a mano el ratón oficial para la consola conocido como PlayStation mouse. PlayStation también recibió una entradilla futbolera en forma de la entrega multiplataforma (se lanzaría también en Saturn y en PC) que marcaría el inicio de un emporio en el mundillo lúdico: el FIFA 96. Palabras mayores.

El FIFA es como PRYCA o Twitter, una de esas cosas que han cambiado oficialmente de nombre (la serie se rebautizó como EA Sports FC en 2023), pero a la que todo el mundo va a seguir llamando igual hasta el final de los tiempos. Porque la marca FIFA es una institución, para lo bueno y para lo malo, en la historia de los videojuegos. La responsable de que la expresión «echarse un FIFA» sea un concepto conocido incluso por las civilizaciones extraterrestres.

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FIFA 96.

FIFA 96 no fue el origen de la saga sino la tercera entrega de la famosísima franquicia de Electronic arts. Previamente, los ordenadores domésticos y las consolas de 16 y 8 bits habían recibido un FIFA international soccer bidimensional de perspectiva isométrica, un juego cuya versión para 3DO (como bien ha señalado un lector, Rappael DellaGuetto, en los comentarios) supuso el verdadero salto de la marca a las tres dimensiones. La secuela inmediata, FIFA 95, solo se presentó en Megadrive y, de nuevo, pateando la bola en dos dimensiones.

Tras aquel contacto inicial, la llegada de FIFA 96 constituyó uno de los capítulos de la serie más revolucionarios y remarcables. El juego reutilizó la puesta en escena de 3DO, con sprites dosdé de los jugadores correteando por un terreno poligonal, amparándose en un motor gráfico propio anunciado con mucho bombo: el Virtual stadium. Más allá del césped, FIFA 96 introdujo una conga de novedades espectaculares para la época: nombres reales de más de tres mil futbolistas, mecánicas más afinadas a la hora de controlar el balón, comentaristas narrando los encuentros y la posibilidad de trastear un poco con las formaciones y los traspasos para sentirse mánager del equipo. FIFA 96 quedó anticuado, como todas las entregas deportivas anuales, en doce meses, pero originó el nacimiento de un fenómeno extraordinario, de algo capaz de unir a los pueblos y traer la concordia entre todo tipo de credo. Desde su llegada, los chonis poligoneros, los pijos de colores pastel con jerseys abrazados al cuello, los roedores prepúberes, los adolescentes procrastinadores, los ejecutivos agresivos, los hooligans futboleros e la incluso gente normal aprendió a abandonar sus diferencias en el banquillo para saltar al campo a jugar entre sí al escuchar la llamada oficial a la acción: «¿Echamos un FIFA?».

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Tekken.

Tekken fue otro de los pesos pesados de PSX, y el culpable de que el público se olvidase de Battle arena Toshinden en cuestión de semanas. Además, había nacido en la calle y por las malas: el éxito del arcade Virtua fighter de Sega propició que otra compañía japonesa, Namco, decidiera plantar cara subiéndose al ring con su propia máquina de lucha en 3D. De hecho, los de Namco fueron muy cucos y bastante cabroncetes, porque sisaron de las filas de Sega a uno de los diseñadores de Virtua fighter, Seiichi Ishii, para colocarlo al frente de un nuevo videojuego al que nombraron Tekken. Y el hombre utilizó la tecnología de Namco, la placa System 11, para crear una competición de tollinas que se veía mejor que la competencia al acicalar a sus personajes con texturas. Tekken funcionó bien en los salones recreativos gracias a un elenco de luchadores llamativos, ojo al luchador mexicano con la máscara de tigre, y, sobre todo, porque era una cabina bastante más barata para los dueños de los locales que la de la competencia, Virtua fighter 2. El port para PlayStation fue un trabajo rápido y sencillo, debido a que el hardware de la consola era similar a la mentada placa System 11, e incluía como bonus un puñado de nuevos personajes desbloqueables. Y entre ellos se encontraba aquel participante que todo juego de lucha debería tener en su reparto: un oso.

El equipo británico Reflections interactive tenía muy claro que a algunos adolescentes no les interesaba lo más mínimo competir conduciendo en carreras sobre cuatro ruedas, pero también que había algo que absolutamente todos los chavales disfrutaban haciendo al volante de un coche: estrellarlo. Y así nació Destruction derby, inspirándose en los shows de demolición, esos espectáculos estadounidenses donde varios vehículos se hostian entre sí en un ruedo, como si fueran gladiadores modernos, hasta que aquel que no se hubiese convertido en chatarra se alzaba como ganador. En Reflections concibieron el juego combinando aquellos derbis de destrucción con unas carreras donde era tan importante ganar como abollar las carrocerías rivales durante las vueltas. Y lo diseñaron a medida de esa idea, implementando físicas de choque, desperfectos en los vehículos y circuitos estrechos a propósito para favorecer el roce. Destruction derby, como muchos productos de la época, no fue un exclusivo de la consola (aterrizó también en PC y Saturn), pero su espíritu gamberro pegaba mucho con el público de PlayStation.

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Destruction derby.

A principios de los noventa, un francés llamado Michel Ancel que apenas sumaba veinte años ya había logrado colarse en el mundo de los videojuegos al pintarrajear los gráficos, y picar algo de código, de tres programas publicados por una recién nacida Ubisoft: The intruder (1989), Pick ‘n pile (1990) y The brain blasters (1990). La maña de Ancel como animador lo había convertido en uno de los primeros fichajes de aquella Ubisoft imberbe, una compañía comandada por cinco hermanos apellidados Guillemot. Ocurría que los Guillemot además de tener muy buen ojo para los negocios también eran bastante flipados: tenían a la mayoría de sus programadores currando en un inmenso castillo de Bretaña, al noroeste de Francia, una región a la que Ancel se había mudado con sus padres para hacer carrera. A la larga, los Guillemot descubrieron que la tontería no les salía a cuenta, porque pagar las facturas de la calefacción de un castillo en invierno era una ruina, y desmontaron el chiringuito reubicando a sus equipos en una, mucha más sosa, oficina en París. Michel Ancel, al sentirse desencantado con París, una ciudad donde no conocía a nadie y a la que su familia no había podido mudarse, decidió abandonar Ubisoft y volver junto a sus progenitores a Montpellier, donde había crecido. Antes de decirle adiós al chico, los Guillemot le invitaron a compartir con ellos cualquier idea futura que se le ocurriera para nuevos juegos.

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Rayman.

Lejos de los castillos y de las calles parisinas, Ancel se alió con un colega programador, Frédéric Houde, para darle forma a un nuevo proyecto. Un juego de plataformas cuyo universo pretendía mezclar varios elementos de cuentos celtas, rusos y orientales. Y con una estética que tomaría como inspiración el estilo de dibujos animados de gente como Tex Avery, y el aspecto de videojuegos como The legend of the mystical ninja, The magical quest starring Mickey Mouse o Ghouls ‘n ghosts. Para diseñar al protagonista de aquella gesta, Ancel rescató un dibujo que había abocetado en sus libretas siendo (más) niño: un simpático monigote que carecía de brazos o piernas pero poseía manos y pies flotantes. El protagonista del juego sería bautizado «Rayman» porque en aquella época Ancel, un obseso de la tecnología, andaba trasteando con software de ray tracing al crear sus animaciones. Que en el resultado final no se vieran técnicas de ray tracing por ningún lado daba un poco igual, porque el nombre molaba y eso era lo importante. 

Ancel y Houde concretaron una cita con los hermanos Guillemot. Y les mostraron todo lo anterior acompañándolo de un dibujo de un trombón, donde «había que imaginarse al jugador recorriéndolo por dentro», y de un motor gráfico de cosecha propia que permitía elaborar animaciones tremendamente fluidas. De algún modo, aquello convenció a los jefazos y el desarrollo del juego se puso en marcha en 1992, dándole a Ancel total libertad creativa y regando el proyecto con una cantidad importante de dinero y medios.

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Rayman.

Inicialmente la trama del juego implicaba a un niño introduciéndose un mundo virtual, llamado «Hereitscool» («Aquí es genial»), donde adoptaría la forma de Rayman a modo de avatar. Pero, al ver que aquello era una chuminada, se descartó dicha idea y se optó por darle a la historia un aspecto de cuento fantástico. A la larga, la producción fue bastante movida: el videojuego comenzó a programarse para la Super Nintendo, pero como el Cerebro de la bestia no era suficiente para lo que tenían en mente, se decidió rehacerlo desde cero en consolas más potentes como la Atari Jaguar o la novedosa PlayStation. El prototipo inacabado para Super Nintendo, por cierto, fue recuperado hace unos pocos años y compartido en internet con el permiso de sus creadores. Es poquita cosa, pero se puede ver aquí

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Boceto de Rayman (izquierda) y pantallazo del prototipo para Super Nintendo (derecha).

Tras tanto trajín, Rayman desembarcó en PSX en 1995 y se convirtió en un triunfo, comercial y crítico, para Ancel. Había sido una apuesta arriesgada por parte de Ubisoft, un plataformas en dos dimensiones publicado en la época donde el público perseguía y demandaba la profundidad de los mundos poligonales. Pero a diferencia de otros juegos como Rapid reload no parecía un juego de 16 bit, sino la evolución del género saltimbanqui 2D hacía la nueva generación de consolas. Un plataformas bidimensional que lucía como si perteneciese a los 32 bits gracias a unas animaciones suavísimas, unos gráficos llamativos, y unos envidiables 50 fps (60 fps en las versiones extranjeras, cosas de las limitaciones del PAL). Rayman vendió lo suyo y se convirtió en un clásico con facilidad, y también en cabeza de familia de una serie de secuelas y spin-offs que llegarían a sumar más de cincuenta títulos diferentes. Unos cuantos con conejos gritones al frente. 

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Rayman.

(Continuará)

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