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Estados Unidos y su régimen político en la encrucijada | EL MONTONERO

Autor: Administrador


Estados Unidos de América, el país tenido por emblemático del republicanismo democrático contemporáneo, está siendo sacudido por convulsiones que revelan que bulle una grave crisis detrás de su fachada hiperinstitucionalista de base electoral, competitiva con sujeción al orden constitucional y abierta a la alternancia en el ejercicio del poder entre dos grandes fuerzas partidarias: Partido Demócrata y Partido Republicano.

Aunque en EE.UU. hay y ha habido otros partidos políticos –los llamados third parties, que a veces presentan candidatos presidenciales, como el Partido Libertario, el Partido de la Constitución, el Partido por el Socialismo y la Liberación, y el Partido Verde, algunos desgajados de los partidos Demócrata o Republicano– el peso muy gravitante del sistema electoral indirecto (a través de mayoría simple de votos en colegios electorales) y la tradición política han determinado que toda contienda por la presidencia del gobierno federal sea entre los dos grandes partidos. Desde 1852, cuando fue elegido Abraham Lincoln, primer candidato Republicano en obtener la presidencia. De ahí en adelante, tanto el Ejecutivo de la Unión como el Congreso se eligen por el método llamado winners take all (el ganador se lo lleva todo). En 48 de los 50 estados, los candidatos a la presidencia obtienen todos los votos de un estado si obtienen la mayoría simple de los votos.

Si a eso se suma que en muchos estados hay barreras significativas impuestas a los partidos minoritarios o independientes y el financiamiento multimillonario de las campañas electorales dirige a los interesados en beneficio de las fuerzas políticas que consideran apropiadas para representarlos, se tiene servido el bipartidismo. En EE.UU. el bipartidismo es alentado por el sistema electoral de distrito uninominal, en tanto que en los países con sistema de representación proporcional florece la competencia multipartidista.

¿Por qué, entonces, un sistema político básicamente bipartidista arraigado y donde la alternancia partidaria en el gobierno federal no se presentaba rupturista, ahora muestra una situación de violencia convulsiva que ha venido escalando por años? Una clave de la cuestión puede situarse en que existe ahora y desde tiempos relativamente recientes una diferencia sustancial entre el arraigo político del bipartidismo y el enraizamiento social del mismo.

Para entender este clivaje es necesario considerar que desde 1960 se observa episodios de disminución de votantes en las elecciones generales, desde el 63,8% (elección de John F. Kennedy) hasta un 51,7% en 1996 (reelección de Bill Clinton) que recupera el rango más concurrido el 2008 (61,6%, elección de Barack Obama) y luego el 2020 (62,4%, elección de Joe Biden). Pero en términos de patrón se aprecia que desde 1960 hay un 40% y hasta una mitad de electores que no concurre a los comicios.

Otra clave se ubicaría en el hecho cultural de que los partidos Republicano y Demócrata son percibidos como “de blancos”, aunque ambos tienen importantes actores políticos de otros colores de piel, pero “blanqueados” por su estatus social. En una población de más de 331 millones de habitantes, los denominados “blancos” son el 59%, los considerados “latinos/hispanos”, 19%, son una primera “minoría racial”, los identificados como “negros/afroamericanos” son casi el 13% y los “asiáticos” forman el 7% (datos del 2022). No puede sorprender que en esas cuatro décimas partes de población, la que no vota sea una parte significativa “no blanca” que no se siente representada por Republicanos o Demócratas; y además habría que contar a los rednecks y otros grupos desfavorecidos de “blancos” también omisos (aunque estos últimos son reclamados por Donald Trump y otros actores expresivos del conservadurismo).

Existen otros factores, pero, como fuese, el hecho grueso a considerar es que más de una tercera parte del electorado estadounidense no vota en las elecciones generales sencillamente porque no se siente representada en el esquema bipartidista.

Hay, pues, una situación de larga duración exponiendo la crisis del sistema de representación política de la ciudadanía en EE.UU., acentuada debido a que la vocación liberal de buena parte de ese electorado no se siente identificada con una de las facciones del Partido Demócrata, tan escindido entre neoconservadores y social liberales, a un nivel que es significativamente menor en el Partido Republicano y se refleja en sus partidarios y votantes, más cohesionados. Además, una buena parte de quienes se consideran próximos a los Demócratas o son sus votantes han sido ganados por el progresismo liberal que –en una contradicción irracional– defiende junto a “las libertades” el imperialismo de su país en el orden mundial que discurre con la máscara de imposición universal de la democracia.

En ese panorama de pérdida de representatividad partidaria y contraposición de visiones hegemonistas de los actores políticos que siguen vendiendo la idea del “destino manifiesto” de EE.UU., los años electorales estadounidenses suelen caracterizarse por la violencia, ya sea que se trate de expresiones de intolerancia en respuesta a la identidad de un candidato concreto o de su partido, o de reacciones crispadas ante resultados desfavorables. El reciente intento de asesinato del candidato presidencial Donald Trump, del Partido Republicano y antagonista acerado del social-liberalismo predominante entre los Demócratas, es solo la ¿última? manifestación de una espiral de violencia creciente y acoso político en el país que –hay que reconocerlo– había aflorado tempranamente, en 1798, cuando congresistas de partidos opuestos se pelearon a bastonazos en la Cámara de Representantes. Desde entonces, cuatro presidentes de EE.UU. han sido asesinados: Abraham Lincoln (1865), James Garfield (1881), William McKinley (1901) y John F. Kennedy (1963). Además, son seis los presidentes que sufrieron atentados contra su vida: Theodore Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry S. Truman (1950), Gerald Ford (1975, dos veces) y Ronald Reagan (1981).

Desde hace más de medio siglo (asesinato de Robert Kennedy en 1968) y más en la presente centuria las contiendas electorales estadounidenses están cayendo en confrontaciones que nublan diferencias ideológicas, revelan la demonización de candidatos y tienden a romper la comunidad política (de esos dos tercios que son los votantes) creando situaciones en las que a los adversarios no se los asume como legítimos contendores en vía institucional sino como enemigos existenciales que se debe eliminar o cuando menos someter: un escenario propio de la teoría amigo-enemigo planteada en la filosofía política de Carl Schmitt.

En paralelo florecen las narrativas conspirativas con extremos paranoicos, alentadas por las redes sociales y medios de “prensa alternativa” irresponsables –una verdadera industria artesanal de creación de conspiraciones– sembrando especulaciones apocalípticas respecto de adversarios y fake news que lamentablemente generan ecos inspirando temores y violencia. Estos hechos diluyen la racionalidad en la contienda política sustituyendo ideas por creencias y emociones azuzadoras de activismos disruptivos cuyos actores se sienten imbuidos de alguna “misión moral” como la que parece haber guiado al tirador Thomas Matthew Crooks intentando asesinar a Trump el 13 de julio. Es que, en un mundo de creyentes, los mensajes “conspiranoicos” tienen acogida, siendo seductores por su propio diseño y llevan a personas susceptibles a sumergirse completamente en el mundo fantasioso creado por esos, decidiendo en algún momento “hacer algo” al respecto.

Pero ocurre que ese mundo de creyentes existe en una sociedad tan fracturada como hiperarmada y en EE.UU. hay aproximadamente unas ocho decenas de grupos organizados de civiles armados, desde los ultraconservadoras hasta los anarquistas, amparados en el evangelio de la segunda enmienda a la Constitución y su “cláusula de las milicias” jurídica y legalmente habilitada.

Podría suceder entonces que la conjunción de la pérdida de representatividad del bipartidismo, la indiferencia de los no votantes, los activismos extremistas y las fracturas sociales conduzcan en una perspectiva indeseable a una suerte de confrontación armada de minorías y desembocar en una nueva guerra civil (la memoria de la anterior, 1861-1865, sigue caliente) si hay grupos de oponentes que deciden la imposibilidad de dirimir sus diferencias sin una violencia escarmentadora.

Conozco algunos ciudadanos estadounidenses con buen nivel educativo, bien posicionados en la sociedad y que tienen ideas políticas de izquierda liberal, expresando su desagrado con el bipartidismo imperante y valorando que el establecimiento político que lo sostiene ha cumplido su ciclo y ya no es representativo, pero auguran que no va a cambiar y ese derrotero será ruinoso para el país. Otros anticipan que la rigidez del bipartidismo puede causar la implosión del régimen político y desbarrancar a EE.UU. hacia la ingobernabilidad y la anarquía; aunque reconocen que normalmente a la violencia preelectoral sucede una apacible convivencia poselectoral, vaticinan que ese flujo tiende a cambiar, sobre todo desde el 2021 y el asalto al Capitolio en enero de ese año. Algunos muestran preocupación por lo que pudiera ocurrir en el mundo si EE.UU. se precipita en un estado de crisis interna y pierde su capacidad de mantener el precario equilibrio de poder global con otras superpotencias como China y Rusia: un escenario fatídico para occidente.

Volviendo al meollo del tema, es innegable que la situación actual proyecta a contraluz una oscura sombra sobre el sistema político bipartidista y electoral estadounidense. Algunos, alarmistas, podrían decir que el régimen republicano instituido está caducando y otros, moderados, argumentar que se hace necesaria su reforma profunda porque se constata una pérdida de compromiso de los ciudadanos con el establecimiento político.

Al respecto, es todavía naciente en EE.UU. el debate público respecto del sistema electoral federal para evitar el winners take all vigente, sustituyendo los distritos electorales donde las elecciones primarias son cerradas (en donde los votantes deben declarar su afiliación a un partido antes de las mismas y sólo pueden votar en las primarias de ese partido), pues allí los candidatos son más propensos a utilizar una retórica extrema, por un régimen uniforme de elecciones primarias abiertas (en que los votantes pueden votar en las primarias por un candidato de su elección, independientemente de que tengan su propia afiliación partidista), lo que condicionaría niveles de mayor moderación de los discursos políticos, atenuando el extremismo y la violencia latente como los hay en el momento actual.

Tal vez –y esto sería realmente radical– debería abrirse la escena electoral a los third parties con plataformas políticas acreditadamente representativas de alcance nacional, aunque eso pueda significar la instauración en EE.UU. del régimen de representación parlamentaria proporcional en la escena federal y así recuperar para el ejercicio electoral de la ciudadanía a esos electores que ahora no votan.

Estoy entre los que tienen la convicción de que la vigencia del principio de representación política en la base del orden de Estado se debe condecir con la vigencia del principio de lealtad entre gobernantes y gobernados, fundamento ineludible de la sana tradición política y de un verdadero orden republicano orientado al bienestar general, ampliando el horizonte de la democracia competitiva, plural y de alternancia en el poder. Es lo que cabe desear para los Estados Unidos de América y todos los países del mundo donde florezca y prevalezca la idea de libertad política.

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