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La víctima inocente y el antisemitismo

Autor: Juan Gonzalez-Barba Pera

Entre los elementos constituyentes de Europa y, en general, de la civilización occidental, figuran de manera destacada el cristianismo y la herencia clásica greco-romana. ¿Tiene sentido en una Europa secularizada insistir en la herencia cristiana que, si bien determinante en el nacimiento y desarrollo de Europa, no parece que lo sea ya? La respuesta sería negativa si pretendiéramos que tienen alguna vigencia, fuera de la comunidad de fe, cuestiones que en su momento galvanizaron el debate europeo: la iconoclasia o iconodulia, dogmas como la transubstanciación de la eucaristía o el de la inmaculada concepción, por no hablar de las controversias sobre la naturaleza de Cristo y la Santísima Trinidad. Sin embargo, hay una serie de cuestiones básicas, interiorizadas como creencias en el sentido orteguiano del término, que sobrevivieron a la secularización del continente y quedaron incrustadas en las sociedades que en su día fueron cristianas. En el trasvase de la cosmovisión cristiana a otra secular cambiaron de nombre, y a veces la ligazón entre el concepto cristiano y el secular quedó oculta. Uno de estos conceptos o actitudes cristianas que, transmutada, sigue ejerciendo una poderosa influencia en Occidente, es el de la simpatía innata hacia la víctima inocente. A través del ejemplo de Jesucristo, víctima inocente por antonomasia, el cristianismo impugnó la presunción de la culpabilidad de la víctima, elemento fundacional de las religiones antiguas. 

Estas, como expuso de manera magistral René Girard, traían su origen de un momento olvidado en la conciencia colectiva, en que episodios de violencia mimética, fuera de control, cesaban como por ensalmo mediante el asesinato de una víctima inocente, generalmente desvalida y con rasgos diferenciales de la masa enardecida. El consenso recobrado se atribuía a una intervención divina, y precisamente la víctima que había concentrado la culpa universal se convertía entonces en la divinidad dispensadora de la paz social. Este mecanismo antropológico, conocido como chivo expiatorio, derivaba de un vínculo esencial entre la violencia y lo sagrado. Cuando, después de la divinización de la víctima, volvían a surgir brotes de violencia, se intentaba reproducir el mecanismo, sacrificando de manera ritual a nuevas víctimas, que con el paso del tiempo ya no serían humanas, sino animales sustitutorios, y cuya reproducción sería el embrión de las instituciones. El mecanismo aparece identificado en el Antiguo Testamento, ya en forma de sacrificio de animales, pero fue gracias a la vida, predicación y muerte de Jesús, y de sus discípulos tras su resurrección, cómo el hombre ha podido llegar a conocer el funcionamiento del mecanismo del chivo expiatorio, clave de bóveda de las sociedades y civilizaciones, antiguas y no tan antiguas. Aunque, paradójicamente, hayamos tenido que esperar a la secularización del Occidente cristiano para poder percibirlo y entenderlo como sociedad en su conjunto, y no sólo a título individual.

Este retraso se produjo porque, paradójicamente, la Iglesia terminó relegando en su mensaje la centralidad de la víctima inocente, a diferencia de lo ocurrido durante sus primeros siglos de vida. Y la historia de la matanza de los inocentes nos da muchas pistas sobre este giro brusco e inexplicado.  

Es sabido que el día de los Santos Inocentes conmemora la matanza de niños menores de dos años que ordenó Herodes el Grande, escena que únicamente narra el evangelio de Mateo. Se desconoce, sin embargo, cuándo se instituyó esta celebración por la Iglesia. De hecho, los historiadores no han podido determinar la fecha exacta, y apuntan a que ocurrió en algún momento entre finales del siglo IV y principios del siglo V. La razón de esta celebración solo puede responderse mediante conjeturas. La más extendida y plausible la relaciona con la Navidad: después de fijarse el 25 de diciembre como su fecha por el papa Julio I hacia el año 350, se desarrolló la octava de Navidad, esto es, un periodo de ocho días focalizados en el nacimiento del Salvador

No deja de ser significativo este énfasis en la inocencia de la víctima. La Iglesia primitiva siempre tuvo conciencia de la centralidad que la muerte inocente de Jesús tuvo en la nueva religión que nacía. Las persecuciones y martirios a que fueron sometidos los seguidores de Jesús al principio de la era cristiana fueron debidos al mero hecho de vivir su mensaje con todas las consecuencias: rehusaron adorar a los dioses del panteón romano o servir en el ejército imperial aun a riesgo de sus vidas. Se sabían inocentes, como Jesús lo había sido, y el culto naciente de los mártires recalcaba la inocencia de los que dieron testimonio de Cristo con la muerte. ¿Qué sentido tenía realzar tres siglos después lo que ya era evidente? Y teniendo en cuenta, además, que no se menciona el relato de la matanza ordenada por Herodes en ningún otro escrito, religioso o profano, con fundadas dudas sobre su historicidad. Propongo otra conjetura que explique lo que no tiene fácil explicación: si la Iglesia a finales del siglo IV rescató de la periferia el relato de los inocentes para ponerlo en el centro de su culto y enseñanza fue porque en ese tiempo… perdió la inocencia.

El siglo IV fue, después del I, en que tuvo lugar la predicación, muerte y resurrección de Jesús, la redacción de los Evangelios y los trascendentales debates en la Iglesia de Jerusalén sobre la orientación de la predicación de los apóstoles, el más decisivo de la historia de la Iglesia. Fue en el siglo IV cuando la cristianización empezó a extenderse de manera significativa por todo el Imperio romano. En ese siglo el cristianismo pasó de perseguido a tolerado con el Edicto de Milán de 313 y, finalmente convertido en religión oficial del Imperio en 380 por Teodosio el Grande. También se fijó entonces el dogma con el fundamental concilio de Nicea y, hacia el final, se tradujo la Biblia a la lengua del Imperio gracias a la labor de san Jerónimo. El cristianismo se hizo, pues, religión oficial del Imperio y mayoritaria en la sociedad romana, y el precio que se pagó por ello fue una enorme transacción con las religiones antiguas. 

Esta Iglesia transformada, plenamente incorporada al siglo, inició un proceso histórico, perfectamente analizado por Jean Flori, en que al cabo de unos siglos se pasó de una religión que, inspirada en las enseñanzas de su fundador, había rechazado en sus inicios cualquier forma de violencia, a otra que terminó canonizando a santos guerreros y preconizando la guerra santa en forma de cruzadas. La oficialidad entrañó una relación más estrecha y cada vez más positiva de la Iglesia hacia las armas y los ejércitos, en la medida que protegieran sus intereses, personas y bienes. Se desarrolló, como en tiempos antiguos, una afinidad hacia el vencedor, del mismo modo que el perdedor fue dejado de lado. La condición de víctima dejó de ejercer el atractivo digno de emulación que había tenido durante la época de las persecuciones. Se sustituyó por una interpretación basada en las nociones de pecado y penitencia, tomada del Antiguo Testamento: la derrota era indicio de pérdida de favor divino por los pecados cometidos, y correspondía a la Iglesia determinar la penitencia para corregir el rumbo.

Pero fue en su relación con el judaísmo donde la Iglesia adoptó con más nitidez la concepción antigua de víctima culpable / propiciatoria. La relación del cristianismo con la religión de que procedía fue cada vez más problemática a medida que transcurrían los años. De alguna manera, se fue perdiendo conciencia –a pesar de que en su cruz se leía que el crucificado era el rey de los judíos- de la condición judía de Jesús. Se terminó olvidando el debate de la primera Iglesia de Jerusalén, sobre si la evangelización exigiría el escrupuloso cumplimiento de la ley judía o no, como preconizaba Pablo, cuyo criterio terminaría imponiéndose. La destrucción del Templo por el emperador Tito y el martirio de Pedro y Pablo en Roma significaron que el centro de la naciente Iglesia se trasladaba a la capital imperial y se desgajaba de su entorno original semita, lo que aceleraría el proceso de desconexión entre el cristianismo y el judaísmo. La naciente teología, primero con Pablo y luego con los padres griegos y latinos, llevó a cabo una reinterpretación del Antiguo Testamento a partir del Nuevo, que significó, entre otras cosas, que la Biblia judía o Tanaj interpretada según la ley judía o Halajá, estaba equivocada. Surgió así la idea de que los judíos vivían en el error. 

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Más nociva fue aún la acusación de deicidas. Ello precisó una doble evolución. Por una parte, se hizo hincapié en aquellas partes del relato evangélico de la Pasión que fomentaban la responsabilidad judía en la muerte de Jesús: la condena del Sanedrín y, sobre todo, la de la multitud en el Pretorio de Poncio Pilato; y se desdibujaron otras que la excluían. Por otra parte, la acusación de deicidio solo pudo ocurrir cuando se fijó la condición divina de Jesús, lo que llevó a cabo el Concilio de Nicea. En los Evangelios sólo nos encontramos con el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios o el Mesías.

Como en otros ámbitos, también el de la relación con los judíos se fijó en el siglo IV. Quien sentó las bases de la actitud de la Iglesia para con los judíos fue Agustín de Hipona, una de las personas más influyentes en la historia de la Iglesia y en la misma historia europea. Los judíos habían de ser tolerados, porque tenían una semilla de la verdad revelada, aunque se hallaban sumidos en el error, del que terminarían saliendo con el correr del tiempo. La tolerancia era imperfecta, sujeta a severas restricciones por su responsabilidad en la muerte de Jesucristo.

Con algunas excepciones, como la Hispania visigótica, esta actitud de tolerancia imperfecta se mantuvo grosso modo hasta la Primera Cruzada, a finales del siglo XI. En el avance de los cruzados por la Renania se produjeron las primeras matanzas generalizadas de judíos, pogromos que se convertirían en recurrentes a lo largo de toda la Baja Edad Media europea. Dos sucesos trascendentales habían ocurrido con anterioridad y explican en buena medida el aumento de la hostilidad hacia los judíos. 

El primero de ellos fue la aparición, expansión y conquistas del islam. En el siglo X había cuajado la conciencia popular, trabajada por el clero cristiano, de que el cristianismo se enfrentaba a una herejía demoníaca. En lo que toca a los judíos, la irrupción del islam complicó su situación por dos razones. Fue evidente para los cristianos cómo los judíos se aclimataban y desempeñaban posiciones de relieve en tierras musulmanas, empezando por Al Ándalus, y la consideración de herejía con que fue visto el islam influyó en que se incluyera el judaísmo en esa categoría.

La expectación apocalíptica alentaba, además, la sensación de inminencia del Juicio Final. Contra lo que había vaticinado san Agustín, pasaban los siglos y los judíos persistían en su “error”. A medida que se acercaba el momento de rendir cuentas por su “deicidio”, cabía la tentación de adelantar la pena de que eran merecedores: la muerte. El llamado terror del año mil agudizó un estado latente en la actitud cristiana, después de que hubiera remitido la sensación de inminencia de la segunda venida del Mesías que vivieron las comunidades cristianas durante las primeras décadas después de la muerte de Jesús.

La Baja Edad Media europea marcó el inicio a escala continental de los pogromos, matanzas y destrucción de barrios judíos. También está documentado, ya en el siglo XII, el primer libelo de sangre, especialmente interesante en esta exposición del paulatino olvido por parte de la Iglesia de la centralidad de la víctima inocente en su fe. De hecho, el mecanismo antiguo de chivo expiatorio se revivió y conectó de forma macabra con el rito sacrificial de la eucaristía. El libelo de sangre consistía en imputar a los judíos de la localidad la responsabilidad colectiva por la muerte de un niño cristiano, con la finalidad de utilizar su sangre inocente en la elaboración del pan ácimo. En algunos casos, como en la Antigüedad, la víctima inocente se cuasi divinizaba, elevándola a la santidad. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el caso más célebre ocurrido en la España medieval, el de santo Dominguito del Val, del que se aseguraba incluso que había muerto crucificado.

Los albores de la Edad Moderna añadieron una penalidad adicional a los judíos que moraban entre cristianos: las expulsiones. Ciertamente, no era la primera vez que les ocurría: expulsiones y exilios consiguientes ocurrieron en la Antigüedad: el asirio, el babilónico y el romano, con dos fechas claves: el 70, tras la destrucción del Templo por Tito y el 135, tras la victoria de Adriano sobre la sublevación judía de Bar Kojba. La naturaleza de las nuevas expulsiones difería, sin embargo: las antiguas forzaron el abandono de un pueblo tras la conquista de su hogar ancestral; las modernas en Europa significaron la extirpación de una minoría de la población del suelo patrio. Pero, sobre todo, difirieron en los motivos: las antiguas obedecían a la lógica militar antigua, en que todos los medios valían para sofocar una revuelta, conquistar un territorio o, en definitiva, derrotar al enemigo; las modernas respondían a una lógica nueva, que resultaba incomprensible si se desgajaba de la cosmovisión cristiana moldeada por el pensamiento de la Iglesia. En una de las guerras más determinantes de la historia europea, la de los Cien Años, la prolongación del combate entre pueblos cristianos provocó el surgimiento de una nueva identidad, que con el tiempo se llamaría nacional: ingleses, por una parte, franceses, por otra. El proceso entrañó una reinterpretación más del Antiguo Testamento: las incipientes naciones se veían a sí mismas como el auténtico pueblo elegido, condición que negaban a los que, según la tradición bíblica, lo eran por antonomasia, cuya presencia podía cuestionar la pretensión de los nuevos elegidos. Las expulsiones de Inglaterra, a finales del XIII, y de Francia en el XIV sucedieron en el transcurso de la guerra mencionada.

En 1492 tuvo lugar la expulsión más famosa de todas, la de España decretada por el Reyes Católicos –años después replicada también en Portugal. En el proceso de construcción de las nuevas identidades nacionales, percibidas como los pueblos dilectos de Dios, pocos tenían títulos comparables a los de los Reyes Católicos para saberse tales: la unidad de las dos coronas y la culminación de la Reconquista al finalizar la guerra de Granada. El descubrimiento de la nueva ruta de las Indias Orientales meses más tarde, y pocos años después, la conciencia de que en realidad se había descubierto un nuevo continente, reafirmaron la convicción de cumplir un designio divino y de haber actuado con justicia. Esta medida estuvo precedida de otra que tendría enorme trascendencia en la historia de Europa y las relaciones entre cristianos y judíos. En 1478 se creó la Inquisición en Castilla, extendida en 1483 a la corona de Aragón. Se resucitaba una institución medieval que nació a finales del siglo XII en Languedoc para luchar contra la herejía de los cátaros. La española fue impulsada por la monarquía y aprobada por bula papal. Su finalidad era, como la medieval, luchar contra la herejía, con un foco especial en la persecución de los judaizantes o falsos conversos, cuyo número había aumentado en la península a raíz de las conversiones masivas fruto de los pogromos desatados a partir de finales del siglo XIV. Aun reconociendo que un proceso tasado y controlado por las autoridades religiosas y civiles contribuyó a reducir en el territorio de su jurisdicción los casos de brujería que proliferaron en otros países europeos, la Inquisición estableció no obstante unas prácticas que, vistas con la perspectiva del principio de la presunción de inocencia consagrado siglos más tarde, estaban en sus antípodas: la admisión y fomento de la delación anónima, la aceptación y práctica generalizada de la confesión extraída bajo tortura, y el indicio biológico-religioso de culpabilidad si se tenían antepasados judíos, o sangre impura.

Cuando se inició con la Revolución Francesa la Edad Contemporánea y, con ella, el proceso de secularización, se fueron depositando en la conciencia colectiva de Occidente todas estas actitudes, prácticas e instituciones desarrolladas a lo largo de los siglos. El llamado antisemitismo de raíz cristiana forma vasos comunicantes con el antisemitismo cultural y con la versión más extrema de éste, el racial.

Al mismo tiempo, sucedió una paradoja. El núcleo evangélico de la compasión e incluso adoración de la víctima inocente, generalizado hasta el siglo IV, y encapsulado en las Escrituras y el recuerdo histórico de ese tiempo, había sobrevivido, arrinconado, frente a una cosmovisión antigua que la Iglesia heredó del siglo. Ese núcleo cobraba vida propia en el Occidente incipientemente secularizado, ya desgajado de la Iglesia, y, en ocasiones, en abierto enfrentamiento con ella, aunque inspirado e impregnado por el ejemplo evangélico, la enseñanza de la Iglesia primitiva y el ejemplo de algunos santos desde entonces. La secularización significó, entre otras cosas, que se adelantaba el anhelo del paraíso. El hombre europeo decimonónico no quiso esperar a la muerte, y pretendió establecerlo en este mundo, porque estaba empezando a dejar de creer en el mundo venidero. La aceleración de este anhelo se llamó progreso. Las dos categorías de víctimas más generalizadas, pobres y mujeres, iniciaron el largo proceso de lucha contra su discriminación secular. Los nuevos pobres surgidos de la revolución industrial empezaron el asociacionismo obrero y distintos pensadores teorizaron sobre un sistema justo de producción con un reparto equitativo de la riqueza, desde el falansterio de Fourier hasta el marxismo de Marx y Engels. Los pobres antiguos del campo se movilizaron bajo el lema de la reforma agraria. Unos y otros aprovecharon los canales del sufragio democrático que se abrían paso para, encuadrados en partidos progresistas, socialistas, agrarios o en las filas anarquistas, luchar por sus derechos. También las mujeres iniciaron en ese siglo lo que con el tiempo se llamaría el movimiento feminista, focalizado en su arranque por el reconocimiento del derecho de voto, conocido como sufragismo.

Sin embargo, no mejoró la suerte de la que había sido la víctima por antonomasia de la Europa cristiana, los judíos, que en diversas partes de Europa y en distinto grado se habían sumado al proceso de secularización de sus connacionales cristianos, precedidos de una Ilustración judía o Haskalá iniciada a finales del siglo XVIII. Los nuevos pogromos desatados en Rusia en 1881 a raíz del asesinato del zar Alejandro II y, sobre todo, el caso Dreyfus, iniciado en 1894 y que colearía durante una década, fueron el arranque del nacionalismo judío gracias a la visión y escritos de Theodor Herzl. Convencido de que el antisemitismo era un rasgo permanente de las sociedades europeas, cristianas o secularizadas, quiso emular el nacionalismo decimonónico, que a su vez estaba inspirado en la idea de pueblo elegido veterotestamentario, para establecer un Estado judío fuera de Europa. 

La Segunda Guerra Mundial será, por sus consecuencias, el conflicto bélico con consecuencias más radicalmente transformadoras de Europa y, con ella, del resto de Occidente y el mundo. El progreso técnico e industrial proporcionaba una capacidad destructora sin precedentes. El nacionalismo como ideología justificaba cualquier sacrificio que redundara en beneficio de la nación, exaltada y adorada. La destrucción colosal que llevó aparejada la Segunda Guerra Mundial se vio amplificada por el genocidio judío, al que significativamente se le conoce por un nombre ligado al rito sacrifical: el Holocausto. Sin él, posiblemente Europa y Occidente no hubieran abierto los ojos a sus contradicciones históricas como lo hicieron. La víctima, en el origen de la civilización cristiana, cuya centralidad había estado camuflada desde el siglo IV y que pugnaba por abrirse camino desde un siglo antes, regresó al centro. Cuando Amos Oz afirmaba que los judíos habían sido los primeros europeos, se refería a aquellos judíos que contribuyeron al desarrollo de Europa por encima de las estrechas fronteras nacionales. Pero quizá también había intuido que sin el gigantesco sacrificio que fue el Holocausto, Europa no se habría colocado ante su propio espejo como hija histórica del judaísmo que era. A partir de entonces, se generalizó la expresión “civilización judeocristiana”, en vez de seguir contraponiendo al cristianismo frente su íntimo enemigo judío como había sido el caso durante siglos. Así como, sin el Holocausto, posiblemente el Estado de Israel no habría encontrado suficiente legitimidad para su proclamación y posterior reconocimiento y apoyo por Occidente, de la misma manera la Unión Europea y sus predecesoras CECA, Euratom y CEE difícilmente hubieran visto la luz sin él, o, al menos, no con los ambiciosos objetivos con que nacieron. Un sentimiento de vergüenza ilimitada ante la bestialidad de que era capaz la Europa supuestamente civilizada hizo posible un replanteamiento radical de las relaciones intraeuropeas, al menos en la parte que no cayó bajo el control de la Unión Soviética.

La víctima adquirió absoluta centralidad en la cosmovisión europea y occidental renacida en las cenizas de la Guerra. El feminismo y el movimiento obrero cobraron un auge inaudito. Otros colectivos objeto de discriminación histórica reivindicaron sus derechos y pidieron que se reconociera su dignidad y los daños infligidos sin culpa por su parte, esta vez minoritarios en el seno de las sociedades occidentales, por razones como la discapacidad física o psíquica, la distinta orientación sexual, o su pertenencia a grupos sociales marginados, como los roma o los indígenas, y muy especialmente, como se ha dicho en el párrafo anterior, al grupo minoritario por antonomasia a lo largo de la historia occidental, los judíos. Occidente procedía a “entronizar” a la víctima.

El caudal de simpatía que se generó entre la opinión pública occidental hacia el mundo judío cuando se descubrieron los horrores del Holocausto se transfirió hacia el Estado de Israel, y se mantuvo casi inalterable hasta la guerra de 1967. Se le percibía como el David amenazado por el Goliat árabe. La percepción empezó a cambiar a partir de entonces de manera gradual, más aún cuando dos de los vecinos, Egipto y Jordania, firmaron sendas paces con Israel. Quedaba a la vista la ocupación de Cisjordania y Gaza resultante de la guerra de los Seis Días y la situación de los refugiados palestinos en los países vecinos. La condición de víctima fue trasladada gradualmente al pueblo palestino. Si esta no ha sido completa hasta el punto de monopolizar las simpatías del Occidente secularizado –dejando al margen los apoyos constantes provenientes de las comunidades judías en Occidente y de los grupos evangélicos que creen que la emigración de todos los judíos a Israel marcará la segunda venida del Mesías- es por el recuerdo de la responsabilidad europea por la discriminación histórica hacia los judíos que culminó en el Holocausto y, también, porque la víctima –o, al menos, un sector del pueblo palestino- no ha renunciado a la violencia, ya sea en forma de terrorismo, ya de apoyo armado de terceros Estados.

Es significativo que, fuera de Occidente, el grado de aceptación y de colaboración con Israel se haya incrementado, incluido entre algunos países árabes, precisamente porque es percibido como el Estado poderoso que, gracias a su Ejército, a sus servicios de inteligencia, a su tecnología, a sus estrechas relaciones con EEUU y ahora a su gas, se ha convertido en una potencia regional victoriosa que genera, si no admiración, sí respeto. Su condición o no de víctima es, pues, irrelevante. Esta percepción está en el origen de la disposición de ciertos Estados árabes a normalizar las relaciones con Israel en el marco de los llamados acuerdos de Abraham. El terrible ataque que sufrió a manos de Hamás el 7 de octubre ha frenado el proceso de normalización, no sólo por los terribles efectos que sobre la población civil de Gaza está teniendo la ofensiva israelí contra Hamás, sino también porque en esa fecha se reveló la vulnerabilidad de Israel. La percepción de que fue víctima ante el ataque de milicias mucho menos poderosas en todos los conceptos le ha restado prestigio entre líderes de sociedades cuyos reflejos básicos no se articulan, por razones históricas, en torno a la solidaridad con la víctima. Israel lo sabe, y de ahí que desde su nacimiento la idea de la disuasión creíble y suficiente haya estado en el centro de su doctrina militar, y esté siendo aplicada de nuevo en su respuesta al ataque terrorista de Hamás.

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Ammar Awad (Reuters)

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