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Hablar de política y de religión

Autor: Administrador
Hablar de política y de religión

Mi abuelo era un hombre con el que no podría sentarme a conversar de política si hoy estuviera vivo. Es también una de las personas que más he amado en el mundo. Era un hombre conocido por su amabilidad. Llegaba con el amanecer aventurándose al mar con los pescadores del Islote de Santa Cruz. Si ustedes van al Islote y preguntan por Jorge Emilio, con seguridad algún viejo pescador podrá contarles que llegaba con mercados, ron y sonrisas. Solía cocinar más de la cuenta, por lo que avisaba a toda la cuadra para comer. Dicharachero, embelequero, gritón, sagradamente votante del partido conservador. Murió cuando yo tenía 11 años y desde entonces he formado opiniones contundentes sobre el orden de las cosas en el mundo que habitamos.

Hubiera puesto el grito en el cielo donde me hubiera visto en las marchas por la defensa del acceso libre al aborto. ¿Cómo hubiera conversado sobre la inminencia ética del fin de las corridas de toros con un campeón nacional de peleas de gallos? Así, las familias van dictando una regla sencilla para contener la discordia en sus momentos de encuentro: “no hablemos de política ni de religión”. Entonces dejamos de hablar y nos sumimos a un silencio que pide a gritos ser irrumpido. Aquella tracción irremediable encuentra, de una u otra forma, la manera de liberarse. A veces, incluso, de forma anónima y despiadada. Es larga la lista de reacciones crueles en redes que son apenas el reflejo diáfano de una sociedad llena de almas armadas y blindadas. Somos varios los que hemos recibido ese odio que llega al punto de desear la muerte. ¿Cómo ha permeado en nuestra sociedad tal nivel de intolerancia al otro únicamente porque pensamos diferente?

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Aunque pareciera que la polarización es algo de hoy, lo cierto es que la sociedad colombiana lleva inscrita en su piel profundas marcas ensangrentadas de una historia de divisiones. Durante la colonia, además de la explotación y masacre de los pueblos indígenas, reinaba la descoordinación entre autoridades españolas. Los grandes libertadores no supieron ponerse de acuerdo entre el centralismo o el federalismo. Más adelante no hubo encuentro posible entre liberales y conservadores. Para remate las grietas de la guerra fría nos atormentan todavía. Si alguna herencia tenemos es la costumbre al desacuerdo. Esto no sería problemático si no fuera porque hemos normalizado a su vez el desenlace violento del desacuerdo. Son numerosas las voces discrepantes brutalmente acalladas, los rencores perpetuados en círculos de atropellos que parecen infinitos. Nuestro conflicto, como todo conflicto, no es más que la falta de escucha escalada a los peores escenarios. No caería nunca en la ingenuidad de decir que las discordias familiares son la reproducción a pequeña escala de las dinámicas de nuestra guerra. Sin embargo, esta historia tan llena de dolor aún nos suplica que hagamos un esfuerzo por escucharnos.

¿Cómo llegar a acuerdos? La pregunta se me presentó como un gran monstruo y me petrificó. Yo misma no sé cómo conversar con mis opuestos diametrales. Una pregunta corroe mi empatía: ¿cómo dialogar con ideas que ponen en riesgo mi propia existencia, que atentan contra derechos humanos, que confrontan las columnas vertebrales de mis nociones éticas? Lo cierto es que aún no tengo la respuesta, pero, si somos de un país donde madres de guerrilleros y militares se han reunido a hablar de reconciliación, donde hay hijas capaces de abrazar a los paramilitares asesinos de sus madres, donde hay víctimas como las del atentado del Nogal o la masacre de Bojayá que se han sentado a conversar con sus victimarios, creo que no hay mísera excusa que valga para que los demás no intentemos abarcar la diferencia.

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El único sendero para encontrarnos sería ponerse en el lugar del otro, ceder, salir de nuestras cámaras de eco, ampliar nuestras verdades, sentir en la carne el malestar de la discrepancia, dejar de reducirnos a puntuales opiniones, ver lo que hay de humano en el otro y hablar de política y de religión. Quiero pensar que si mi abuelo estuviera vivo hablaríamos de política y de religión. Nos haríamos daño con nuestras espinas y nos enfadaríamos y pasaríamos horas porque ambos querríamos tener la palabra final. Pero hablaríamos.

Después de todo, seguiremos compartiendo este pedazo de tierra y no tenemos más remedio que la palabra si queremos escapar de la violencia.

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Por Sofía Petro, estudiante de Política Pública e hija del presidente Gustavo Petro

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