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El escepticismo es saludable, pero en la medicina puede ser peligroso

Autor: Columnista invitado EEDaniela J. Lamas

Hace poco, llegué al hospital en la mañana para encontrar a un equipo de médicos reunido fuera de la habitación de un paciente. El paciente estaba en una situación precaria, sus respiraciones eran demasiado rápidas y poco profundas. Durante días, intentamos mantener un equilibrio entre aliviar el dolor que le causaba el cáncer y prolongar su vida.

Durante la noche, empeoró. Sus familiares, frente a la inevitabilidad de su muerte, habían concebido un plan tentativo, y yo debía asegurarme de que su esposa comprendiera lo que estaba por suceder. Le expliqué que, si le insertábamos un tubo respiratorio a su marido, como ella había decidido que hiciéramos en la noche, tendríamos que sedarlo. Cuando llegara el resto de su familia a Boston, retiraríamos el tubo y él fallecería. No podíamos despertarlo… hacerlo solo le causaría sufrimiento.

Ante ese comentario, su esposa se puso tensa. ¿Por qué él no iba a poder despertar? Yo le expliqué que el cáncer estaba tan avanzado que, si lo despertábamos, tendría la sensación consciente de estarse ahogando. La observé mientras me analizaba, esta doctora a quien no conocía antes de hoy le decía algo que no quería escuchar. Su expresión cambió. “¿Por qué debería creerle?”, me preguntó. Luego, su voz se tornó más firme: “Creo que no le creo”.

La habitación se quedó en silencio. La esposa de mi paciente hurgó en su bolso, en busca de un pañuelo. Yo bajé la mirada a mis pies. ¿Por qué debería creerme? Llevaba puestos unos tenis con mis pantalones médicos, y de pronto me pregunté si ella habría confiado más en mí si yo me viera más profesional, o si fuera mayor o un hombre. Tal vez, pero en ese momento había cosas más importantes en juego. Esto no solo se trataba de un médico y un familiar, sino de cómo la sociedad ya no ve el sistema médico como una institución de confianza.

Nos encontramos en una encrucijada en el campo de la medicina con respecto a la confianza pública. Tras una pandemia que tergiversó la ciencia para beneficiar a los intereses políticos, no es de extrañar que la confianza en la medicina se esté debilitando. De hecho, la confianza en los científicos médicos ha decaído a sus niveles más bajos desde enero de 2019. Como resultado, más personas buscan voces menos convencionales de “autoridad” que se acercan más a sus creencias. Robert F. Kennedy Jr., un escéptico de las vacunas desde hace tiempo y candidato a la presidencia de Estados Unidos, cuenta con cifras de apoyo de dos dígitos en algunas encuestas y ha hecho de la libertad médica un tema recurrente en su candidatura.

Sin embargo, nuestro sistema médico depende de la confianza, tanto en consultas presenciales como en comunicados de salud pública. La desconfianza puede hacer que los médicos se agoten e incitar a resultados negativos para nuestros pacientes que podrían evitarse. Esto es en parte lo que impulsa las tasas cada vez mayores de sarampión entre niños sin vacunar, las tendencias a no hacerse las pruebas recomendadas para la detección del cáncer y las negativas a tomar medicamentos preventivos que pueden salvar vidas. Esto no tiene una solución sencilla. Pero si no encontramos maneras para recuperar y fortalecer la confianza de nuestros pacientes, se perderán más vidas.

Este es un terreno relativamente nuevo para los médicos estadounidenses. Cuando yo estudiaba en la facultad de medicina, no hablábamos mucho sobre la confianza. En mis primeros años como médica, apenas confiaba en mí misma y, de hecho, me incomodaba cargar con la responsabilidad de mantener a mis pacientes con vida. Hasta hace poco me puse a pensar en lo que sucede cuando se pierde ese ingrediente efímero en la relación médico-paciente.

Escepticismo médico no es lo mismo que nihilismo médico. No tenemos por qué ser los únicos que conocen los datos que respaldan los medicamentos que recetamos y las decisiones que tomamos; el público tiene el derecho de revisar las cifras y tomar sus propias decisiones sobre el riesgo y el beneficio que implican. Pero cuando el escepticismo se convierte en incredulidad abyecta e irreparable, vemos que algunos pacientes toman decisiones peligrosas. Y cuando los médicos respondemos con frustración, eso solo nos separa más de esos pacientes.

A veces, la confianza se puede restaurar compartiendo datos y cifras claras, pero esto va más allá de explicar unos números. A nuestros pacientes les decimos cosas sobre el cuerpo que no se pueden ver a simple vista. Les recomendamos cambios de estilo de vida y medicamentos para tratar o prevenir problemas que quizá no sienten. Los cirujanos recurren a una versión profunda de la confianza llamada contrato de prestación de servicios quirúrgicos: la idea de que, cuando las personas se someten a una operación, permiten que su cirujano los enferme más —es decir, que corte e intervenga una parte de su cuerpo— con la finalidad de que se sientan mejor. Esa confianza se tiene que ganar.

En casos de emergencia, los pacientes no tienen el lujo de elegir en quién confiar, y las decisiones médicas deben tomarse de prisa, hasta en cuestión de minutos. Así que parte de nuestro trabajo es generar empatía con rapidez. Eso se vuelve más difícil, o incluso imposible, cuando entramos en el clímax de una crisis médica solo para descubrir que la poca confianza que nuestro paciente alguna vez tuvo ya desapareció. Muchos de nuestros pacientes comenzaron su experiencia de salud queriendo creer en sus médicos. Pero luego el sistema médico en el que querían confiar les falló, de maneras pequeñas y graves, desde citas reprogramadas al azar hasta negligencia médica real. ¿Cómo comenzamos el proceso de reparación, en calidad tanto de profesionistas como de individuos, cuando hay poco tiempo?

En medicina, hablamos de la idea de la toma de decisiones compartida, en la que las decisiones médicas se toman de manera conjunta entre el médico y el paciente, en contraste con el tono paternalista de antaño. Como médicos, no les decimos a nuestros pacientes qué hacer, sino que les ofrecemos la información necesaria para que ellos elijan el camino adecuado para ellos.

Toda nuestra formación y nuestros conocimientos médicos no sirven de nada si nuestros pacientes no están dispuestos o no son capaces de creer en lo que les ofrecemos. Y esto no es culpa de nuestros pacientes, sin importar lo mucho que nos pueda llegar a molestar. Es culpa de un sistema que no se merece la fe ciega de nuestros pacientes, de un entorno político circundante que ha convertido los hechos científicos en una ficción para muchas personas.

Así es como llegué a esa habitación, aquella mañana, frente a la esposa de mi paciente, su incredulidad y el peso de la decisión que cargaba el aire entre ambas. La conocía tan poco. No sabía su historia ni sus interacciones con el sistema médico. Desconocía la historia del diagnóstico y el tratamiento de su esposo, o si le había costado trabajo encontrar tratamientos para el cáncer. En nuestro sistema fracturado, la conocí apenas ese día. No tenía ningún recurso para lograr que confiara en mí, excepto sentarme con ella, darle el poco tiempo que pudiéramos con su esposo, y esperar que, sin importar lo que haya sucedido antes, ella decidiera creer en lo que yo le estaba diciendo.

No estoy segura de qué creyó, pero decidió rechazar la intubación. Su esposo permaneció con vida hasta que llegó el resto de su familia. Y cuando falleció, todos se fueron sin decir nada, cargando consigo las bolsas de pertenencias y —yo espero— la fe de que hicimos todo lo que pudimos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

Por Daniela J. Lamas

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