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El hombre más deseado de la Fórmula 1 no es un piloto: es un ingeniero y está en subasta

Autor: The Objective

Las escuderías de Fórmula 1 gastan decenas de millones de euros cada año en sus túneles de viento. Son los más avanzados del mundo, y son necesarios para limar milésimas de segundo a sus creaciones. Pero hay un tipo al que da la sensación que no le hacen falta: Adrian Newey. Cuenta el gracejo popular de la F1 que es capaz de apreciar el flujo del aire a simple vista.

Resulta obvio que esto es imposible, pero en el caso del ingeniero mejor pagado de todos los tiempos adquiere casi visos de realidad. Si Michael Schumacher y Lewis Hamilton sumados acumulan catorce títulos mundiales, el ingeniero británico puede sonreír satisfecho tras sumar veinticinco coronas entre las de pilotos y constructores. Newey no pilotó los monoplazas que lo lograron, pero sin su concurso difícilmente lo hubieran logrado.

Desde los años 90, Newey ha sido un referente en los circuitos, y siempre ha creado coches dominantes, originales, y regados de ideas revolucionarias. Ya sea en Williams, McLaren o Red Bull, iba siempre un paso por delante del resto. Alas flexibles que otorgaban geometrías variables, agujeros en la carrocería que los pilotos tapaban con la mano y desviaban el aire, tubos de escape que soplaban su volcánico aliento contra la propia carrocería para incrementar el agarre en curva, un tercer pedal para distribuir la frenada de forma lateral, suspensiones activas… La lista de invenciones es larga. Es un maestro a la hora de saltar con una pértiga sobre las regulaciones.

Ahora ha corrido como la pólvora por los mentideros, tras una información de los alemanes de Auto Motor und Sport, que Newey abandonará el equipo Red Bull. Trabaja para ellos desde que fue anunciado en noviembre de 2005, y esto ha disparado una catarata de rumores, especulaciones, y habladurías.

Newey es un hombre deseado, lo sabe, y se hace querer. Cuando fue fichado en 2005 por Red Bull, las especulaciones sobre su marcha de McLaren duraron cuatro años. Al final, «buscando nuevos retos», saltó de una a otra escudería. El asesor técnico de la firma de bebidas energéticas, Helmut Marko, dijo a la presidencia de la compañía «si queréis ganar, tenemos que fichar a Newey». La oferta fue de las que despeinan hasta a los calvos, diez millones por temporada, una cifra que veinte años después no cobra ni la mitad de los pilotos que corren cada domingo —solo ocho de los veinte titulares actuales superan o al menos igualan esa cifra—.

Newey es un hombre que vive de manera permanente en ese lugar en el que la F1 guarda sus mayores secretos, no suelta prenda. Hasta que no se anuncie su destino, nadie sabe nada, y solo él y su contratante saben hacia donde dirigirá sus pasos. Si se sabe que en la década pasada estuvo muy cerca de pasar a trabajar para «El Ejército Rojo», Ferrari. Por cuestiones extradeportivas, en su deseo estuvo alejarse al menos durante un tiempo de Inglaterra, e Italia podrá haber sido un buen lugar.

Por aquel entonces, los jinetes del cavallino rampante se encontraban con un problema de liderazgo y líneas maestras de trabajo, y Newey es la elección perfecta. Le ofrecieron vivir en Mónaco, diseñar deportivos, o viajar en helicóptero hasta Maranello cuando lo creyera oportuno. Finalmente, no hubo acuerdo, y con toda seguridad, esa negociación tuvo que contagiar las condiciones de su renovación por Red Bull.

Ferrari, por mano de su presidente, John Elkan, volvió a contactar con Adrian Newey y se sabe que su apuesta subió de nivel. No han trascendido muchos detalles de la oferta, pero es de suponer que las condicionantes han tenido que ser aún mejores que en la última ocasión. Pero desde entonces han ocurrido cosas interesantes. Tras la disolución del grupo directivo de su década prodigiosa (1995-2005) y cinco títulos consecutivos, en Ferrari se envolvieron en la bandera nacional.

Cada vez que ganaba un alemán, un francés como director de la escudería subía al pódium a recoger el trofeo dedicado al equipo vencedor. El principal estratega era galés, el responsable de los mecánicos inglés, y el ingeniero jefe sudafricano. Ninguno hablaba italiano; alguno lo chapurreaba. Desde que todos hablan el idioma de Dante, recabaron un único título de pilotos y otro de constructores, y casi por inercia de lo logrado en el ciclo anterior.

Nuevas cimientos

Ahora hay un atisbo de cambios mayores. Su nuevo director es francés, Frederic Vasseur, y su más reciente fichaje, británico, nada menos que Sir Lewis Hamilton. Salta a la vista que las miras son otras, y que han comprobado lo que no funcionó. La apuesta es ahora distinta y sería lógico que a ellos se uniera Newey. Pero lógico no quiere decir que sea lo que vaya a ocurrir.

Los que tiran del otro brazo del alopécico ingeniero son, se dice, Aston Martin. La escudería británica se encuentra en proceso de clara expansión y en la que ya habitan gran parte de sus hombres de confianza y más cercanos en Red Bull, fichados a golpe de talonario con anterioridad. En este caso se habla de 25 millones de euros en un hipotético acuerdo cuatrienal. El calderado de dinero que ha arrojado su propietario sobre la formación, las instalaciones de 200 millones, o el nuevo túnel de viento en construcción hacen de este destino un lugar deseable para cualquiera, nómina aparte.

Un piloto genial puede llegar a un equipo de la medianía, y el resultado habitual es que no ocurra gran cosa. Sin embargo, un ingeniero genial puede cambiar las cosas en un escenario así, como cuando Newey llegó a Leyton House, el voluntarioso y desaparecido equipo japonés de finales de los 80. Si además le pones mimbres de escudería ganadora, y unos pilotos acertados, sí que pueden modificar la fotografía.

Más carreras… o ninguna

Sin embargo, Newey ha dejado entrever de vez en cuando su cansancio tras llevar tres décadas largas dando saltos por todo el planeta. De manera reciente se ha sabido que de sus ahorros han salido los dineros para pagarse un velero de veinte metros con el que navegar por todo el mundo. El técnico ha colaborado con armadores de barcos en la Copa América, le chiflan los retos, está algo cansado, y tiene dinero como para tirarlo a paletadas por la ventana durante varias vidas y que no se le acabe.

Un tipo como este ya no se mueve por el vil metal; no se va a gastar todo el que tiene en lo que le queda de existencia. Todos creen que haga lo que haga, será por dos razones: un reto que le satisfaga, o por calidad de vida. Esto último fue lo que eligió su némesis en Ferrari cuando entre ellos se jugaban los títulos, Rory Byrne. El sudafricano se hartó de las carreras y montó una escuela de buceo en Tailandia. Allí parece ser feliz, y muchos piensan que Newey buscará lo mismo. Nadie sabe si lo hará en su nuevo barco, diseñando taxis voladores, o en Aston Martin. De lo que nadie ha dado explicaciones es de lo que adelantó la semana pasada el Daily Mail: ¿qué hacía Amanda Newey —su esposa— en Italia aparte de buscar casas? Nadie lo sabe, aunque se sospecha.

Sabremos algo pronto

Adrian Newey, que ostenta el título de la Orden del Imperio Británico, tiene contrato con Red Bull hasta 2025, pero en la F1 nunca se sabe. Hay decenas de condicionantes, cláusulas, y ecuaciones para que sus actores terminen haciendo lo que quieran hacer. Hay muy pocos así en la especialidad, y Newey es uno. Si el ingeniero puede ver el flujo del aire alrededor de los coches, pocos o nadie puede ver cómo pasa el éter alrededor de su privilegiada mollera, aunque todos intuyen que se avecinan cambios. Cambios que llevarán a más cambios. Aunque todos se parezcan, no hay dos días iguales en la Fórmula 1.

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