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En busca del tiempo perdido

Autor: Religion Digital

Las celebraciones de Semana Santa no son, precisamente, una manifestación testimonial de la fe que profesa la sociedad actual

“Los tiempos cambian y nosotros cristianos debemos cambiar continuamente. Tenemos que cambiar firmes en la fe en Jesucristo, firmes en la verdad del Evangelio, pero nuestro obrar se debe mover continuamente según los signos de los tiempos” (Francisco)

Se ha de recordar que ya no sirven excusas ni condenas fuera de tono. El proceso secularizador no puede verse “como un enemigo mortal del cristianismo” (Pablo VI)

El problema de la Iglesia con el mundo moderno, digámoslo sin ambages, “… no se debe sólo, como una y otra vez afirma Roma, a la creciente secularización, sino también a una nefasta evolución intraeclesial de la que hay que responsabilizar a Roma” (Küng)

“…la secularización como hecho histórico tangible no significa más que separación de Iglesia y Estado, de religión y política, y esto, desde un punto de vista religioso, implica una vuelta a la primitiva actitud cristiana de ‘Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ …” (Hannah Arendt). Una oportunidad perdida.

“Se ha perdido un paso: el paso de la Edad Media a la era moderna. El cristianismo no vive aquí en nuestra propia forma, sino en una forma que nos es en gran medida ajena, la forma de la Edad Media (Joseph Ratzinger).

“No es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo” (Pablo d’ Ors).

La semana pasada la Iglesia católica hizo memoria y recordó. Asistimos en toda España, no obstante los tiempos laicos y secularizados que corren, a las tradicionales y muy concurridas celebraciones de la Semana santa. Como era presumible, ciertos miembros de la Jerarquía católica se han esforzado en aprovechar la ocasión para arrimar el ascua a su sardina. ¡Qué le vamos a hacer!

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Todo es opinable y respetable. Pero, a mi entender, las celebraciones que se dieron cita en la semana pasada no son, precisamente, una manifestación testimonial de la fe que profesa la sociedad actual. Allá cada cual con sus valoraciones y sus responsabilidades. Como persona que intenta seguir a Jesús, y dada la indudable realidad eclesial, creo sinceramente que se ha caminar por otros derroteros. Lo de siempre, lo que ha venido predicando la Iglesia (religión de creencias) no da más de sí. Celebré que, de nuevo después de Juan XXIII, un papa, Francisco, prendiese esta luz en el terrado: “Los tiempos cambian y nosotros cristianos debemos cambiar continuamente. Tenemos que cambiar firmes en la fe en Jesucristo, firmes en la verdad del Evangelio, pero nuestro obrar se debe mover continuamente según los signos de los tiempos” (Homilía de 23 de octubre de 2015). Toda una invitación clara a ‘revisar las formulaciones de nuestra fe’.

En el contexto de este llamamiento a favor del cambio, se ha de recordar que ya no sirven excusas ni condenas fuera de tono. El proceso secularizador no puede verse “como un enemigo mortal del cristianismo” (Pablo VI) ni puede elevarse a la categoría de mantra al que se echa mano con frecuencia. Y, sin embargo, lo vemos invocado, un día sí y otro también, para desviar el centro del problema a otros territorios más cómodos que la propia inculpación. Tendencia, para más inri, que no está ausente en declaraciones de obispos recién nombrados por Francisco, considerados como progresistas. Incluso -¿por qué no decirlo- el mismo Francisco se ha referido a los efectos negativos del secularismo en su Discurso (15.03.2024) a la Plenaria de la Congregación para la evangelización. Pero, ¿hacia dónde se dirigen o hacia dónde quieren llevar la Iglesia?

Ya hace mucho tiempo que Hannah Arendt, una de las pensadoras más lúcidas de los últimos tiempos, pronunció este diagnóstico: “…la secularización como hecho histórico tangible no significa más que separación de Iglesia y Estado, de religión y política, y esto, desde un punto de vista religioso, implica una vuelta a la primitiva actitud cristiana de ‘Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ en vez de una pérdida de fe y trascendencia o un nuevo y enfático interés en las cosas de este mundo” (La condición humana, pág. 282. La 1ª ed. es de 1993). ¡Impecable!

El problema de la Iglesia con el mundo moderno, digámoslo sin ambages, “… no se debe sólo, como una y otra vez afirma Roma, a la creciente secularización, sino también a una nefasta evolución intraeclesial de la que hay que responsabilizar a Roma” (Küng, ¿Tiene salvación… cit., pág. 21). La Iglesia no supo estar atenta en aquel momento a los signos de los tiempos. Prefirió seguir abrazada a un pasado que ya no existía o se iba resquebrajándose con los riesgos inherentes para su integridad. En consecuencia, se posicionó mediante una defensiva a ultranza. Emprendió una verdadera cruzada antimodernista con manifestaciones y exigencias incomprensibles, que han llegado hasta tiempos muy recientes. Así le fue en la práctica. Los grandes movimientos sociales surgidos en aquella época, que tanto han tenido que ver con la conformación de la civilización occidental actual, aparecieron inevitablemente y se desarrollaron sin la presencia activa, sin protagonismo alguno y hasta con la oposición de la Iglesia. Una verdadera pena. El mundo moderno, por supuesto, prosiguió imparable en su caminar emancipador de la religión (autonomía). La Iglesia ni siquiera fue fiel a su misión evangélica. ¡Qué pena!

Ya, en 1960, el joven y gran teólogo Joseph Ratzinger, en referencia a la discusión sobre la acomodación del cristianismo europeo ‘en los territorios de misión’, afirmaba: “Debemos admitir finalmente ante nosotros mismos que el cristianismo, la forma en que se ha conservado durante siglos, no se entiende básicamente mejor aquí que en Asia y África. No sólo es extraño allí, sino también aquí, porque se ha perdido un paso: el paso de la Edad Media a la era moderna. El cristianismo no vive aquí en nuestra propia forma, sino en una forma que nos es en gran medida ajena, la forma de la Edad Media. Así pues, la tarea primordial que se propone la teología con respecto a la misión no es la ‘acomodación’ a las culturas orientales o africanas, sino la ‘acomodación’ a nuestro propio espíritu actual”. Sin embargo, cuando tuvo en sus manos, la posibilidad de recuperar ese paso perdido, no lo intentó.

Puede ser difícil. Pero, como ha recordado Pablo d’ Ors, “no es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo”. ¿Cómo de otro modo intentar evangelizarlo? Desde luego, no desde el desconocimiento y la incomprensión, no desde las habituales actitudes hipócritas, no desde el continuo enfrentamiento y no desde la pretensión según la cual el mundo debe someterse a los dictados del magisterio de la Iglesia. Aunque a muchos en la Iglesia se les haga cuesta arriba, “urge que leamos los signos de los tiempos con los ojos de la fe” (Francisco). Es urgente, en consecuencia, vivir y actuar, dar testimonio de vida, exhibir comportamientos de bondad y amor, de solidaridad.

Francisco, en el texto-comentario del Viacrucis y en las palabras previas a la bendición Urbi et orbi, mostró al Pueblo fiel de Dios un modo de escuchar y entender el Evangelio muy acorde con las exigencias derivadas de los signos de los tiempos. Ahora falta poner manos a la obra. Sirviéndome del subtitulo de la gran novela psicológica de Marcel Proust, diría que la vida humana, individual y colectiva, es, en el fondo, una oportunidad en la búsqueda del tiempo perdido.

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