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Unos cuantos argumentos contra las falacias antiinmigración

Autor: EL PAIS
Inmigrantes Mediterraneo
Rescate de 60 inmigrantes en el Mediterráneo, el pasado 3 de enero.Antonio Sempere (Europa Press /Getty Images)

La fortaleza europea es bastante porosa. Según Frontex, 2023 se cerraba con 380.000 entradas ilegales de inmigrantes en la Unión, 56.852 de ellas en España, el país europeo con la cifra más alta después de Italia. La resaca de esta oleada, la más intensa desde 2016, se traduce en muertes (3.863) y repatriaciones (más de 4.000 en España), y en el endurecimiento del discurso y las políticas migratorias. La regularización masiva de inmigrantes que el Congreso aprobó tramitar no debe llevarnos a equívoco sobre el signo de los tiempos, que apunta en la dirección contraria. Rishi Sunak ha convencido finalmente al Parlamento británico para deportar a los inmigrantes irregulares a Ruanda. Giorgia Meloni prefiere Albania. Aquí Vox promete un “billete de vuelta” para cada uno, se entiende que a su país de origen, aunque quizá sea al continente, no sabemos bien. La izquierda también va endureciendo la mano. Los poscomunistas alemanes de Die Linke han alumbrado, escisión mediante, un partido de izquierda antiinmigrante. Y los socialdemócratas europeos acaban de apoyar un pacto migratorio que invoca la solidaridad obligatoria pero flexible —solidaridad ma non troppo— para restringir la inmigración.

Nos conmueven los desaventurados inmigrantes que nos muestran los telediarios y los World Press Photo, pero no tanto como para dejar de pensar que aquí sobran. En 2017, el último año en que el CIS se interesó por nuestras actitudes hacia la inmigración, 6 de cada 10 españoles consideraban elevado o excesivo el número de inmigrantes en nuestro país. Esta creencia, cada vez más común en los países ricos, es un terreno fértil para los temores que azuza el populismo y que economistas y filósofos intentan desactivar.

De entrada, está la ansiedad económica. Al miedo de que los inmigrantes parasiten y quiebren nuestro Estado de bienestar se añade el de que el incremento de mano de obra aparejado a su llegada aumente el desempleo autóctono y reduzca los salarios. La evidencia disponible no apoya estos miedos. Lejos de ser una carga para el contribuyente, en España los inmigrantes son acreedores de nuestro sistema de Seguridad Social. Representan el 10% de los ingresos y el 1% de los gastos. Esta contribución neta motiva el cálculo de algunos expertos que, teniendo en cuenta el envejecimiento creciente de la población, condicionan el mantenimiento del sistema a la entrada de 200.000 inmigrantes anuales. En Alemania hacen falta el doble.

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El impacto de la inmigración en el desempleo es, según la mayoría de los estudios, muy bajo o nulo. La relación con los salarios es más compleja. Puede reducirlos cuando inmigrantes y locales compiten por los mismos trabajos, aunque lo más frecuente es que los inmigrantes, en particular los no cualificados, acepten trabajos peor remunerados, lo cual, si el mercado es flexible, permite a los locales acceder a trabajos mejores con salarios más altos. Además, los inmigrantes también consumen. El aumento de la demanda de bienes y servicios se traduce en un incremento de la demanda de mano de obra que, a su vez, contribuye a evitar una disminución generalizada de los salarios. El mercado laboral no es un juego de suma cero, lo vimos con la incorporación masiva de las mujeres.

Es cierto que la literatura que apoya estas conclusiones asume los niveles actuales de inmigración y no conviene extrapolarla, sin grandes dosis de cautela —lo contrario es pura especulación—, a escenarios con políticas migratorias más flexibles. Pero algunos han hecho las cuentas y sostienen que podemos ser optimistas respecto al impacto positivo de la inmigración en la economía también en esos escenarios. En un conocido estudio, el economista Michael Clemens estima que eliminar todas las barreras migratorias haría aumentar el PIB mundial entre un 50% y un 150%. Siendo menos ambicioso, calcula que solamente permitiendo que el 7% de la población mundial emigre lograríamos incrementar un 10% la productividad global.

Nos conmueven los migrantes desaventurados del telediario, pero no tanto como para dejar de pensar que aquí sobran

Luego está la amenaza cultural. Según describe el politólogo Eric Kaufmann (Whiteshift, 2018), las mayorías blancas empiezan a ser minorías y recelan de la inmigración porque ven peligrar la homogeneidad cultural necesaria para mantener sus instituciones, prácticas e identidad comunes. Aquí anida el nacionalismo pragmático, el del filósofo David Miller, que ensalza el valor instrumental de las sociedades culturalmente cohesionadas para generar capital social y facilitar que los ciudadanos contribuyan con sus impuestos al mantenimiento del sistema: aquello de “lo mío para los míos”. El problema es que por esa pendiente es fácil resbalar hacia el desmantelamiento del Estado, todo depende de cómo interpretemos “los míos”.

En los mismos miedos atávicos se enraíza, como es obvio, el nacionalismo clásico, el que defiende el valor intrínseco de la identidad cultural y la necesidad de preservarla. Distopías houellebecquianas aparte, no está claro que la inmigración llegue a amenazar la identidad cultural de un país hasta el punto de destruirla. Como tampoco está claro que podamos echar mano de la identidad cultural para legitimar el endurecimiento de las fronteras sin tener que reconocer eo ipso la necesidad de levantar fronteras dentro de un Estado cuando su perímetro no coincida con el de las identidades que lo habitan. Conocemos la deriva. Pero hay una consideración más importante y es que las identidades no son esencias. Salvo en el caso de poblaciones indígenas, las identidades que reclama preservar el nacionalismo son el fruto condensado y mutable de otras identidades: las de gentes que vinieron, al igual que nosotros nos fuimos.

El temor a la amenaza cultural encierra, sin embargo, una preocupación razonable y es la que plantea la inmigración iliberal, aquella que en nombre de la religión o las costumbres ancestrales justifica la vulneración de derechos básicos, a menudo los de las mujeres. Algunas feministas progresistas, como Susan Moller Okin, se han preguntado abiertamente si el multiculturalismo es malo para las mujeres, y sostienen que sí. Hoy una parte de la izquierda prefiere no hacerse esta pregunta y la otra prefiere no contestar. Pero lo que se sigue de la conclusión de Okin no es el billete de vuelta de Vox, sino algo más costoso y para lo que no hay recetas sencillas: la asimilación de los inmigrantes en aquello que sea necesario para mantener la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres. Y si, como anticipa Martha Nussbaum, “ello supone un asalto a muchas tradiciones (…) tanto mejor, porque cualquier tradición que niega estas cosas es injusta”.

Las razones de los inmigrantes son las que todos tenemos, porque nos vienen de serie: sobrevivir y dar de comer a nuestros hijos. Frente a ellas, los Estados invocan lo que cualquier club o asociación: el derecho a decidir quién es miembro. No es un conflicto sencillo de dirimir. Quizás el primer paso sea aclarar si la carga de la prueba, el deber de justificación, la tiene quien pone la valla o quien se queda atrás.

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