De niño, en mi Barcelona natal, una de las distracciones que teníamos al alcance de nuestras menguadas posibilidades económicas era ir a algún banco, institución pública o grandes almacenes y jugar con la puerta giratoria de la entrada hasta que un bedel o portero te cogía de las orejas y te mandaba de manera autoritaria a tu casa. Todavía siento una extraña fascinación por estas puertas. Si voy a algún hotel con ella, aunque exista otra posibilidad, espero, me choco, la uso. Así que allá dónde exista la posibilidad de entrar en un mecanismo que no sabes si controlas tú, sino que algo o alguien lo mueve y tu debes acompasar tu paso a esa velocidad, me encontrarán y ahora no me hago el tonto y sigo en el carrusel haciéndome el atrapado, sino que escapo por mi primera posibilidad.

Pero los años, la política, el lenguaje circunstancial nos han puesto a las puertas giratorias como uno de los subterfugios que colocan a un cuerpo en una estratosfera líquida que se convierte de repente desde lo público en un servidor de lo privado. Y como dicho así no parece tener ningún reproche, lo malo es que funcionarios, políticos, influyentes gestores de lo público acaban en un tiempo muy corto contratados por empresas privadas, dentro de su sector. Cuestión que una vez mirada con una cierta proximidad se descubre que aquellos contratos que desde lo público se han hecho a lo largo de los años con una empresa privada, repercute para que el responsable de lo público sea recompensado por lo privado con un alto cargo en sus organizaciones. Y ha sucedido con presidentes de gobiernos, pero también con segundas, terceras y hasta cuartas escalas de la jerarquía de los ministerios o consejerías.

Energía, economía, sanidad, defensa, educación, transportes, son los sectores donde más se evidencia esta transformación individual, pero como siempre vivo en la duda permanente, pregunto ingenuamente, ¿existe también en Cultura? Afino un poco más la sospecha, ¿sucede en las artes escénicas? Yo tendría que ser coherente con lo que vislumbro y decir que sí, que es una obviedad, que se lleva produciendo desde hace muchos años. Y lo mantengo porque ya no estoy en edad de merecer nada más que reproches y desprecios. La connivencia constante, abrumadora de coproducciones entre las unidades de producción y las empresas privadas es, de entrada, una privatización encubierta, y si nos atenemos a los hechos contrastables, cuando alguien es despedido, o ha terminado su mandato al frente de una de estas unidades, sea del rango que sea, al parecer debido a una de las variantes de la ley de la gravedad, mantiene unas relaciones privilegiadas con esas empresas con las que ha coproducido espectáculos lo que se convierte en una obra maestra de puerta giratoria.

Aquí debemos colocarnos en una ola anterior, preguntar sin ofender: ¿Estamos de acuerdo con el sistema de elección de dirigentes de los teatros públicos con producción de espectáculos? ¿Creemos que es la mejor gestión posible el modo de elección de obras, direcciones escénicas y repartos? ¿Consideramos que coproducir es un paso positivo en nuestro sistema general o por el contrario se debería resguardar lo público, con obras y propuestas de calidad superior en la que lo mercantil no aparezca?

Si continúo, acabo deshauciado por mi seguro de entierro. Porque tengo una sensación extraña y es que de eso no se habla, ni en sindicatos, ni en asociaciones profesionales, ni en conserjerías, concejalías ni ministerios. Hay una inercia, hay unos presupuestos que se deben repartir y hay que pensar en llenar teatros al precio que sea. No importa el mañana. O quizás sí, pero sin pensar que existe un pasado mañana. Y dentro de un convencimiento perverso y tóxico que se expresa sin condicionantes. Piensan casi de manera unánime: somos los mejores, lo hacemos magníficamente, nunca el mundo del teatro ha estado tan bien. Y así, en su alucinación van pasando los días, las semanas, los meses, los años, los trienios y nada sucede más allá de lo ordinario.

Por lo tanto, donde sea, como sea, deberían existir reglamentos para evitar las puertas giratorias. No quiero dar nombres, de momento, pero hay cosas que son de una evidencia dolosa. Se hace con impunidad, descaro y a plena luz de ruedas de prensa, casi siempre con esos vasos comunicantes entre el oligopolio teatral, sin apenas reproche profesional, ni político. Y ese es el gran problema, el adocenamiento, el conformismo, la voluntaria entrega, el no intentar pensar en que existen posibilidades democráticas para el control, para el progreso, para la estabilidad y el crecimiento en términos culturales, no solamente mercantiles, y que, ya que pagamos entre todos muchas de las producciones, por no decir casi todas, al menos que exista un reparto de los beneficios entre todos los accionistas involuntarios en forma de calidad y sin tener que ver esas producciones a precio de mercado.

No sé si he aportado algo más que desconfianza. Pero seguro que ese ruido pertinaz es la de una puerta giratoria en el ámbito de las artes escénicas que acaba de ponerse en funcionamiento ahora mismo. Atentos.