El cristianismo como fe está en condiciones de aportar la respuesta que se necesita para una época en la que son palabras del año (2022) policrisis y permacrisis. Solo con ellas ya está dicho todo. Y es la respuesta por dos razones.
La primera, que podemos compartir desde la fe: en la persona de Jesucristo se encuentra “el camino, la verdad y la vida”.
La segunda, cuyo valor radica en que solo depende del raciocinio, de su capacidad empírica para mostrar que contiene las buenas respuestas y eso se llama cultura cristiana y cristianismo social.
Existe una diferencia básica entre ambas.
El cristianismo, el origen necesario, se basa en la fe, mientras que la cultura cristiana, que es una consecuencia de esa fe, posee un desarrollo autónomo que necesita solo de la razón para ser asumida. Constituye un conjunto sistemático de valores y virtudes, una antropología y una concepción moral y ética de la vida, de su sentido y horizonte. Se nutre de fuentes, referencias, costumbres, tradiciones y expresiones artísticas que se han desarrollado a partir de la fe cristiana, que le aportan un sentido sensible. Abarca una amplia gama de elementos, desde la arquitectura y la música hasta las prácticas sociales.
La cultura cristiana
La cultura cristiana ha evolucionado a lo largo de los siglos, influenciando y siendo influenciada por diversas culturas y contextos históricos, reflejando las necesidades y circunstancias de las diferentes comunidades.
Posee una atracción universal porque ha tenido y tiene un impacto significativo en diversas sociedades alrededor del mundo, incluso en aquellas con mayorías no cristianas.
La cultura cristiana propone valores y principios que muchos consideran valiosos y beneficiosos para la sociedad, independientemente de su fe. Su aceptación se basa en la evaluación racional de sus ideas y propuestas.
Puede mostrar un gran beneficio empírico: sus prácticas y valores han demostrado tener un impacto positivo en el bienestar individual y social, incluso para aquellos que no comparten la fe. Por ejemplo, la ética cristiana, que enfatiza el amor, la compasión, la justicia y el perdón, puede ser valorada por personas de diversas religiones o incluso sin religión, reconociendo su potencial para mejorar la convivencia y el desarrollo humano.
La conclusión es esta: la cultura cristiana, aunque tiene sus raíces en la fe, ha adquirido una dimensión autónoma que la hace atractiva y relevante para personas con diferentes creencias. Su aceptación puede basarse en el raciocinio y en el reconocimiento del valor intrínseco de sus propuestas para el desarrollo individual y social.
Esta perspectiva no niega la importancia de la fe en la experiencia cristiana. La fe sigue siendo el núcleo central de la religión y la fuente de inspiración para muchos cristianos. Sin embargo, reconocer la autonomía y el valor universal de la cultura cristiana permite un diálogo más amplio e inclusivo sobre su impacto en el mundo.
Por todo ello, es la base de un proyecto político para la sociedad de nuestro tiempo, plural en sus creencias.
No la aceptarán porque se llame cristiana, sino porque es la mejor. Planteada en estos términos, quienes la nieguen deberán acudir a la censura o al emotivismo más irracional, a la vociferación para ocultar nuestra palabra, al ataque personal para evitar los datos y la reflexión. Por eso están perdidos, a condición, claro está, que presentemos la batalla.
En cierta manera, y es una paradoja extrema, si la base del pensamiento Ilustrado era la capacidad de razonar por cuenta propia y buscar y reconocer la verdad, los herederos, sin las rémoras de su fracaso, somos nosotros, los portadores de la cultura cristiana, el estadio superior de la civilización humana, porque su horizonte de sentido es el del perfeccionamiento permanente a partir de sus fuentes y tradiciones culturales.
Un componente de esta cultura es el humanismo cristiano.
Considera que la persona humana tiene una dignidad inalienable por estar creada a imagen y semejanza de Dios. Esta dignidad se fundamenta en su racionalidad, libertad y vocación a la trascendencia. En la centralidad de la persona en la comunidad. El humanismo cristiano defiende que la persona se realiza plenamente en el seno de la comunidad. Esta, a su vez, encuentra su fundamento en el amor y la solidaridad entre sus miembros. Se inspira en los valores del Evangelio, como el amor al prójimo, la justicia, la paz, la misericordia y el perdón. Promueve la búsqueda de la verdad a través de la razón y para quienes la poseen, la fe.
El Cristianismo social
Y aun cabe distinguir otro componente específico de aquella cultura: la doctrina social cristiana; el cristianismo social, que se fundamenta o inspira en la aplicación en el orden práctico político, económico y social; desde la economía social de mercado al cooperativismo; en las políticas públicas, de la doctrina social de la Iglesia, y en su evolución.
Son el conjunto de enseñanzas sociales llamadas a practicarse por toda persona y todo lugar. No se trata de normas rígidas, sino más bien un cuerpo doctrinal en constante desarrollo que busca responder a los desafíos sociales de cada época.
Su objetivo es promover la dignidad de la persona humana, el bien común, la justicia social y la solidaridad, la subsidiariedad, la participación y el destino universal de los bienes.
Son principios necesarios, la verdad, la justicia y la libertad. Defiende la universalidad e inviolabilidad de los derechos humanos, como el derecho a la vida, la libertad, la igualdad y la dignidad.
Promueve el matrimonio y la familia considerada como la célula fundamental de la sociedad, como ámbitos donde se desarrolla la persona humana y se transmiten los valores. Promueve el derecho al trabajo digno, un salario justo y unas condiciones de trabajo seguras y saludables. También aboga por una economía al servicio del hombre y no al revés. Postula la paz como fruto de la justicia y el desarrollo integral de los pueblos. Llama a cuidar la creación como don de Dios y a luchar contra el deterioro del medio ambiente.
Cultura cristiana y cristianismo social constituyen el fundamento y sus aplicaciones del proyecto político que supera la pugna entre los dos bloques.
El del poder establecido, basado sobre todo en la progresía y el liberalismo de género en sus diversas formulaciones, y la derecha alternativa como oposición. Significa la victoria sobre la situación de permacrisis y policrisis en la que vivimos porque da respuesta a sus causas, a las rupturas que la han provocado, además de a sus consecuencias.
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