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Por qué no soy musulmán, por Miguel Ángel Quintana Paz

Autor: The Objective

El nacionalismo protagonizó buena parte de las guerras del siglo XIX. La ideología lo hizo durante el siglo XX. Y llevamos ya recorrido lo suficiente del siglo XXI para colegir que será la religión quien acompañará muchos de nuestros enfrentamientos.

Dos datos sobresalen cuando uno presta atención a este violencia religiosa. En primer lugar, que el más castigado por ella es el cristianismo. Cada día mueren 13 cristianos en el mundo por el simple hecho de creer en Jesús; así, durante 2023 ascendieron a un total de 5.000 los muertos por esta causa. Uno de cada siete creyentes es perseguido hoy día por su fe (dos de cada cinco en Asia). Se trata de las cifras más elevadas de la historia reciente. En total, según los cálculos de Open Doors, 317 millones de cristianos afrontaron niveles extremos o muy altos de persecución en los 50 países que esta ONG monitorea.

El segundo rasgo llamativo sobre violencia religiosa figura en la otra cara de la moneda: visto quién la padece más, conviene ahora fijarse en quiénes la ejercen. Y, de nuevo, aquí los datos resultan contundentes. Según el Global Terrorism Index, un 98% de las víctimas mundiales del terrorismo durante 2022 fueron asesinadas por yihadistas. Esto no significa, claro está, que todo el islam sean violento: según el Pew Research Center, un 92% de los musulmanes de Indonesia (el país con más seguidores de esta religión en el mundo), o un 86% de los estadounidenses, consideran que atentar contra civiles nunca estaría justificado. Aunque, por contarlo todo, hay que reconocer que en otras latitudes los datos resultan menos definitivos: un 40% de los musulmanes palestinos, un 39% de los afganos o un 29% de los egipcios sí ve justificable ese tipo de atentados.

Hasta aquí, los meros datos. A continuación vienen las interpretaciones. Y, entonces, algunos tratarán de convencernos de que, bueno, todo lo que hemos apuntado resulta, en el fondo, un tanto engañoso, y que es en realidad el cambio climático o la sequía o los huracanes los verdaderos responsables de los conflictos en el mundo. Otros le echarán la culpa al heteropatriarcado, a los cromosomas XY o a la testosterona. Por último, un tercer grupo irá incluso más lejos, y acusará de islamofobia o de racismo a quienes osemos hacer un análisis diferente al que se autolimita solo a las causas naturales.

Aquí pensamos, sin embargo, que conviene hablar del islam. No solo por lo que llevamos apuntado, sino porque cada vez hay más musulmanes entre nosotros, y conviene hablar de aquello que nos rodea. Este domingo, las elecciones municipales del Reino Unido aportaban otro sólido motivo: el buen resultado de los candidatos islamistas —no solo musulmanes, ojo, que ya gobiernan en Londres, Birmingham, Leeds u Oxford, sino islamistas: esto es, aquellos que consideran que el islam debe regir nuestra política—. Resultado electoral que en el Wall Street Journal han calificado como «ominoso éxito del islamismo«. Por su parte, en tierras francesas, incluso el centrista centrado de Macron advierte desde hace tiempo contra el «separatismo islámico». Y todas las predicciones apuntan hacia una aceleración de estas tendencias, pese a que filósofas (por lo demás valiosas) como Chantal Delsol crean que estamos a punto, a puntito, de que los musulmanes se nos empiecen a secularizar.

«El motivo por el que no puedo ser musulmán se llama Jesús de Nazaret»

Hablemos del islam. Y, para compensar tanta cifra como llevamos ya vertida en este artículo, hagámoslo desde una disciplina mucho menos numérica: la teología; o, si se quiere, la filosofía de la religión. Giremos también el foco desde la tenacidad de los datos a lo personal de la reflexión: no pretendo sacar a nadie de su fe islámica —algo que, por cierto, constituye un delito en la mitad de países musulmanes, y se castigaría con pena de muerte en 13 de ellos,—; solo pretendo explicar la principal razón por las que a un servidor, en concreto, no puede ser musulmán. Si usted, amigo lector, viene a coincidir con ello, eso solo dará un motivo más a nuestra complicidad. 

Y voy a ser muy preciso al dar el motivo por el que no puedo ser musulmán. Ese motivo se llama Jesús de Nazaret.

Quizá a algunos sorprenda que sea este justo el fundamento de mi discrepancia. De hecho, cuando un cristiano conoce a un musulmán, es fácil que este último acabe señalándole antes o después lo que considera un firme vínculo entre ambos: «Nosotros también creemos en Jesús, el hijo de María, incluso le consideramos el Mesías», aducirá. Y, en efecto, bajo el nombre de Isa, Jesús es mencionado hasta 25 veces en el Corán (por comparación, Mahoma mismo es mentado solo en cinco ocasiones).

Ahora bien, entonces ¿por qué es Jesús el principal motivo que me separa de los musulmanes? Muy sencillo: porque el Jesús del Corán tiene poco que ver con el de los evangelios; en cierto modo, podríamos decir que es su figura antitética.

«Cualquiera puede detectar la enorme distancia que separa al Cristo de los cristianos y al Isa de los musulmanes»

Y no pienso solo en lo que dice la fe cristiana sobre Jesús (que era el Hijo de Dios, que es su Palabra perfecta, y que por tanto es Dios mismo), ideas todas ellas incomprensibles para un musulmán (le suenan a politeísmo). En realidad, incluso desde un punto de vista meramente humano, cualquiera puede detectar la enorme distancia que separa al Cristo de los cristianos y al Isa de los musulmanes. Y esto nos dice mucho, en efecto, sobre la diferencia entre el mensaje cristiano y el musulmán.

Los evangelistas nos cuentan que Jesús fue condenado a flagelación y muerte por Poncio Pilato, que padeció uno de los tormentos más horripilantes que haya inventado la especie humana —la crucifixión—, y que murió en la cruz tras varias horas de enorme sufrimiento.

Estos hechos no siempre han sido fáciles de asumir por los propios seguidores de Jesús. De hecho, dejaron en su día descolocados a los propios discípulos: la muerte de Jesús parecía certificar el fracaso de Jesús, no digamos ya de sus dichos o su forma de vida. Cierto es que la resurrección, pentecostés y una nueva comprensión de lo sucedido (basada sobre todo en la figura del siervo sufriente en Isaías) vinieron a transformar esa sensación de fracaso en todo lo contrario: en una buena noticia, un ev-angelio. Pero, aun así, cierta incomodidad permaneció entre algunos ante la injusticia de que el más puro de los hombres hubiese padecido la peor de sus torturas. O, peor aún, ante la idea —una idea ciertamente rompedora: a los griegos les costó Dios y ayuda, nunca mejor dicho, comprenderla— de que la Divinidad misma pudiese retorcerse de dolor como cualquier mortal.

Así, muy pronto, algunos empezaron a barajar la hipótesis de que, en realidad, Jesús no hubiese sufrido tantísimo; que, en realidad, todo hubiese sido una mera apariencia; que aunque su cuerpo a los demás nos parecía que padecía, en realidad, en su interior, como buen Dios que era, Cristo habría permanecido impasible, estoico, por encima de todo dolor o placer. El cuerpo de Jesús iba por un lado (y podía acabar hasta crucificado); pero su mente, su alma, sus sentimientos, iban por otro (y siempre permanecían en gozo, o al menos en una paz entre hippie y angélica). Quienes así pensaban fueron llamados docetistas, a partir de la palabra griega dókēsis (apariencia); con todo, sus ideas no acabaron cuajando, y fueron desapareciendo a lo largo del primer milenio cristiano.

«En el Corán no se niega solo la muerte de Jesús; se niega incluso la crucifixión misma»

Aunque, bueno, quizá no desaparecieron del todo. Y es aquí donde uno debe acudir al Corán, en concreto a su sura 4, aleyas 157-158. Y entonces se topará con una forma de expresarse que le cuadraría tal cual a cualquier docetista: «Al Mesías, Jesús, hijo de María (…) no le mataron ni le crucificaron, sino que así les pareció. (…) Pero, ciertamente, no le mataron, sino que Alá lo elevó a Sí».

¿Qué quiere decir el Corán cuando afirma que la crucifixión y muerte de Jesús solo «les pareció así» a los que las contemplaron, pero en realidad nunca sucedieron? Nótese que no se niega solo la muerte (algo que podría entenderse en el marco de la resurrección, o de la inmortalidad del alma); se niega incluso la crucifixión misma.

Y bien, aquí las versiones islámicas varían. Para algunos, en la más pura vena docetista, Jesús habría permanecido inmutable en su interior, en su verdadero ser, su alma, mientras que lo torturado y muerto sería solo un cuerpo que, a la postre, poco tendría que ver con Cristo mismo, más que como un vestido que necesitaba ponerse para presentarse ante los humanos (ir por ahí revestido con la apariencia de fantasma habría causado muchos más inconvenientes).

Otras versiones resultan más rocambolescas: para algunos musulmanes, lo que habría sucedido es que, a la hora de ser apresado por los romanos, Jesús se habría intercambiado rápido, zas, por algún otro judío parecido a él. Sería este incauto doble el que soportaría luego todos los suplicios, mientras que Jesús, feliz de haberse librado de tales avatares, los contemplaría todos desde fuera, como un simple miembro del público más. «De buena me he librado», es probable que pensara, mientras daba un codazo de complicidad a san Pedro.

«Para el cristianismo, Dios no está siempre del lado del triunfador, del exitoso»

Creo que aquí se puede captar la inmensa distancia entre el Jesús de los cristianos y el de los musulmanes; y, con ello, la inmensa distancia entre el cristianismo y el islam. Para este último, ser presa del sufrimiento, padecer desprecio, acabar como una víctima es un desdoro indudable (y en eso coincide con la inmensa mayoría de las demás civilizaciones, pasadas o presentes): por tanto, Jesús, como profeta de Dios, no podía someterse a tales deshonras. «¡Los que están del lado de Dios han de triunfar siempre!», piensa esta mentalidad; y puede corroborarlo en el hecho de que Mahoma, al inicio un perseguido, acabara triunfando y conquistando La Meca o Arabia entera.

El cristianismo, sin embargo, ve las cosas justo al revés. Dios no está siempre del lado del triunfador, del exitoso, del que vence a los demás: el libro de los Salmos está repleto de oraciones que subrayan justo lo contrario. Y el libro de Job también refuta esa idea. Dios está más bien al lado del pobre, del débil, del rechazado: así lo demostró Jesús mismo, durante su vida, al acercarse a todos ellos; y con su muerte, al convertirse Él mismo en una víctima, un réprobo, un perdedor.

Por eso el Jesús musulmán que, astuto, escapa de su martirio y, peor aún, lo carga sobre las espaldas, los clavos y los flagelos de otro humano puede ser aceptado por una mentalidad «triunfadora», por una mentalidad que valora la maña y el éxito (y desde luego que resulta exitoso haberse librado de nada menos que una crucifixión). Pero ese Jesús no puede ser tolerado por una mentalidad cristiana. Una mentalidad que, ante los inmensos sufrimientos soportados en la historia humana, no nos da tanto un argumento como una imagen: la imagen de que Cristo mismo también los padeció. Jesús no es para el cristiano, pues, un habilidoso profeta que se salva por los pelos de pasarlas canutas —y así muestra estar del lado de Dios—, sino el inocente que, al aceptar el sufrimiento, nos enseña que Dios está al lado de todos los sufrientes que en el mundo ha habido y habrá.

No me resisto a terminar con una anécdota, que refleja una derivada filosófica de todo lo dicho. Hace unos años tuve la fortuna de asistir a un congreso sobre ética en Teherán. Allí, entre las mil cosas que aprendí dentro y fuera de las aulas, mantuve una conversación con un doctorando iraní; conversación que empezó como suelen empezar las conversaciones con los doctorandos: «¿Sobre qué estás haciendo tu tesis?», le pregunté.

«¿Cómo podría un Dios, que es perfecto, padecer, lo cual es una imperfección?»

Me respondió que, bueno, como los filósofos y cualquiera que piense un rato sobre ello sabemos, hay dos tipos de cosas que queremos decir cuando decimos que «conocemos» algo. La primera equivale a conocer un dato: que estamos en primavera, que el color corporativo de THE OBJECTIVE es el amarillo, o que si pongo la mano en el fuego me la quemaré. La segunda cosa a la que llamamos «conocer algo» es, sin embargo, haberla experimentado: conocer la sensación que nos da la primavera de leve euforia (o de cansancio, si somos alérgicos al polen); saber qué es lo que percibimos cuando miramos al color amarillo (algo que, por desgracia, ignoran los ciegos de nacimiento); o sufrir la punzada de una quemadura por haber puesto la mano en el fuego (no metafóricamente).

Y bien, adujo entonces el joven iraní con quien yo charlaba, si Dios es un ser omnisciente, esto es, que lo conoce todo, deberá por tanto conocer todos los datos posibles (tener todo el conocimiento del primer tipo descrito), pero también conocer todas las experiencias posibles (el segundo tipo de conocimiento explicado). ¡No se va a quedar a medias ni de una ni de otra cosa! El problema, empero, surge cuando uno capta que, para tener todo el conocimiento de las experiencias posible, Dios (o Alá, para mi interlocutor entonces) también debería conocer el sufrimiento y el dolor. Y eso chocaba con la idea musulmana (y griega, por cierto) de un Dios Supremo: ¿cómo podría un Dios, que es perfecto, padecer, lo cual es una imperfección? Pero, si no sufre, ¿entonces Dios no lo conoce todo? La paradoja filosófica estaba servida y, con ella, una buena ocasión para escribir 600 páginas de tesis doctoral.

Ahora bien, mientras el avispado estudiante iraní me hablaba, yo no podía dejar de pensar en algo: para mí, lo que él veía como un problema filosófico, tenía una solución simple. Una solución que es la misma que he venido destacando en este artículo. Y que él no veía, por ser musulmán, pero yo no podía dejar de ver, por ser cristiano.

Una solución llamada Jesús de Nazaret. He ahí la razón por la que Dios puede ser perfecto y a la vez conocer lo que es eso tan humano de sufrir. Una solución que para miles de millones de personas ha dado sentido a su vida, a su dolor, a su esperanza. Pero, es cierto, te fastidia dos cosas: la opción de ser musulmán, la primera; y, la segunda, la posibilidad de redactar cierta tesis doctoral.

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