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La religión en el Imperio romano

Autor: BITE

En nuestra sociedad moderna, es común que nuestro trasfondo racial y religioso estén separados. Por ejemplo, la mayoría de los latinoamericanos tenemos antepasados indígenas, pero eso no significa que practiquemos alguna religión o culto prehispánico. No obstante, esto no siempre ha sido así. Durante la era romana, como solía ser común en la antigüedad, lo que ahora llamamos ‘identidad religiosa’ se heredaba al nacer y no se ponía en dos categorías distintas como lo hacemos hoy.

Prácticamente todos rendían cierto culto a los dioses, los cuales estaban predeterminados por la cultura y el lugar de nacimiento. Es decir, los individuos reconocían a ciertas deidades simplemente por el hecho de vivir en una sociedad en particular, ya fuera como miembros de una familia o como esclavos. Esto se debía a que había deidades asociadas a ciertas zonas, pueblos y naciones. En consecuencia, las obligaciones y prácticas religiosas estaban fuertemente influenciadas por la identidad del individuo, el lugar de nacimiento y la comunidad a la que pertenecía.

En el mundo romano, distintos panteones estaban asociados con diferentes etnias. Como resultado, los historiadores y etnógrafos antiguos, como Heródoto, comúnmente describían las leyes, costumbres, dioses y prácticas religiosas tradicionales de las diversas culturas y naciones como componentes inseparables (Heródoto, Historias 3.38). Por ejemplo, si una persona poseía una identidad romana de nacimiento, lo habitual era que su panteón personal incluyera a deidades como Júpiter, Juno, Marte, Venus y otros.

Por otro lado, si alguien era griego, había un panteón equivalente que se alineaba con su cultura: Zeus, Hera, Atenea y otros. Para los egipcios, eran los dioses de Egipto, como Ra, Osiris e Isis. De manera similar, los sirios, los frigios, los galos y todos los demás pueblos tenían su propio conjunto de divinidades.

El pueblo judío, dondequiera que residiera en el mundo romano, también era visto como una ‘nación’ definida y mantenía un fuerte sentido de identidad a pesar de vivir en tierras extranjeras. Sin embargo, a diferencia de otros grupos con múltiples deidades para adorar, los judíos creían en un solo Ser Supremo y no participaban en las prácticas de sacrificio de las distintas tierras que habitaban. 

Busto de Heródoto / Imagen: Fine Art America

En esencia, tanto para los judíos como para otras naciones, lo que ahora llamamos ‘identidad religiosa’ estaba inherentemente entrelazado con su identidad étnica. Si bien se percibía que los judíos tenían un comportamiento religioso distinto en comparación con otros pueblos, su característica diferenciadora era, principalmente, su negativa a participar en la adoración de otros dioses. Ese se consideraba un rasgo definitorio del pueblo judío.

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Durante la era romana, la afiliación a un pueblo o nación en particular estaba profundamente entrelazada con los deberes religiosos de un individuo. Por lo tanto, intentar separar lo que en la actualidad etiquetamos como ‘religión’, de aspectos como ‘etnicidad’ o ‘cultura’, puede ser un enfoque anacrónico: es una construcción relativamente moderna, que era ajena al mundo antiguo. En ese contexto, las nociones de religión, etnicidad y cultura formaban un tapiz inseparable de identidad y creencia.

Podemos observar esa conexión íntima en las prácticas religiosas dirigidas hacia las deidades romanas en las colonias de los ciudadanos romanos esparcidos por todo el imperio. Debido a su identidad étnica, estos últimos sentían un fuerte vínculo u obligación hacia sus dioses; por lo cual, aunque se ubicaran fuera de Roma, se llevaban a sus deidades con ellos, pues estaban inherentemente ligadas a su identidad.

Esta tendencia no fue exclusiva de los romanos; pueblos que desde otras regiones emigraron a Roma o fueron llevados allí también buscaron continuar la veneración de sus propias deidades. Los egipcios, por ejemplo, llevaron a Isis. Aunque la afluencia de deidades extranjeras a veces causaba tensión entre los romanos tradicionales, era un resultado inevitable del magnetismo que tenía una ciudad imperial como Roma.

Además, había un deseo de asociarse positivamente con el Imperio romano, lo cual reflejaba una forma de identidad religiosa translocal y transétnica. Esto significa que algunas ciudades griegas y orientales adoptaron rituales e instituciones religiosas romanas, tanto de forma directa como con adaptaciones. También varios pueblos del este enviaron dedicatorias y ofrendas a la capital y sus deidades, expresando gratitud por su ayuda o patrocinio. En consecuencia, la expansión del poder imperial condujo a la difusión de los cultos y deidades de Roma a otras regiones.

El “Lararium” en la antigua Roma era un pequeño santuario doméstico. / Imagen: Tumbex

Por lo tanto, no era raro encontrar personas fuera de Roma reverenciando a las deidades de su panteón, lo cual fue principalmente una consecuencia de la influencia política y cultural del imperio. Esto deja ver cómo las sociedades antiguas reconocían naturalmente esa influencia y respondían positivamente a ella. Tales motivaciones pueden no alinearse con nuestra noción moderna de motivos religiosos ‘puros’ debido a que nuestros conceptos contemporáneos de religión no reflejan directamente las creencias y prácticas del mundo antiguo.

Una respuesta religiosa única e innovadora a la autoridad romana surgió a través del establecimiento del culto de Dea Roma (Diosa Roma) en varios lugares del este como Smyrna, Delos y Mileto. Este culto se remonta a principios del siglo II a.C., con Roma personificando a la capital del imperio y dándole una esencia deificada. Los templos que se le dedicaron y las estatuas que la representaban se generalizaron rápidamente en dichas regiones.

En particular, este fenómeno no se debió a que las sociedades orientales adoptaran una tradición religiosa existente, ya que no hay evidencia de un culto a Roma en la propia Roma hasta el reinado de Adriano en el siglo II d.C., es decir, más de 300 años después. En cambio, el surgimiento de la diosa en las provincias orientales fue producto de su creatividad e iniciativa voluntaria. Tales expresiones religiosas reflejaban innegablemente la influencia del poder imperial y mostraban el deseo de la gente de las provincias orientales de asociarse con esa autoridad.

Además, el desarrollo de ritos religiosos centrados en los emperadores fue otra forma de actividad religiosa transétnica y translocal. Contrario a lo que algunas fuentes podrían sugerir, es fundamental aclarar que no hubo un ‘culto imperial’ centralizado y unificado. Más bien, eran diversos y multifacéticos, variaban según las distintas regiones y reflejaban una compleja interacción de costumbres locales y propaganda del Imperio.

Se emprendieron múltiples esfuerzos para demostrar el deseo de honrar a Roma y a los emperadores. Algunas iniciativas a nivel local incluían a personas influyentes en ciertas ciudades, quienes promovían la reverencia por el dirigente del imperio. En otros casos, los cultos fueron establecidos por asambleas provinciales, otorgándoles un estatus más oficial. Además, existía una diferenciación entre el culto a los emperadores vivos, que se originó en las regiones orientales, y la veneración a los emperadores fallecidos, que era la forma de culto más aceptada en la propia Roma.

Culto al emperador Calígula / Imagen: Emile Levy

En la capital, la preferencia habitual era realizar ofrendas oficiales en nombre del emperador vivo a los dioses romanos tradicionales. Todas estas diversas manifestaciones del ‘culto imperial’ pueden verse como expresiones de la identidad religiosa de los devotos que buscaban alinearse con el poder reinante. Sin embargo, estos ofrecían diferentes tipos de reverencia a los gobernantes dependiendo de si eran ciudadanos romanos o súbditos.

Los que pertenecían al primer grupo y residían en las provincias tenían sus propias asociaciones religiosas, separadas de las que tenían los pueblos sometidos en aquellos mismos lugares. Esta distinción reflejaba la noción de que los ciudadanos romanos tenían una relación especial con el emperador. Es cierto que esta identidad religiosa también abarcaba lo que consideraríamos una postura política, pues al ofrecer sacrificios directamente al dirigente o a un dios en su nombre, un individuo estaba asentando su relación con el poder como parte de su identidad.

Sin embargo, sería incorrecto catalogar los cultos del emperador como meramente políticos y desprovistos de un sentimiento religioso genuino. Tales distinciones no habrían sido apropiadas en el contexto antiguo. Algunos participantes en los cultos del emperador probablemente albergaban sentimientos religiosos auténticos entrelazados con su admiración por el poder romano. No obstante, sí era innegablemente ventajoso para la carrera y el estatus social el ser vistos participando e incluso promoviendo el culto al emperador.

En esencia, los cultos al emperador sirvieron como expresiones translocales y transétnicas de identidad religiosa. A pesar de las variaciones, todos unieron a personas de diferentes regiones del imperio a través de las diversas formas de reverencia ofrecidas al emperador o en su nombre. De esta manera, tanto la adoración imperial como el surgimiento del de Dea Roma ejemplificaron la identidad religiosa, que partía y se extendía más allá del lugar de origen o la afiliación étnica de un individuo.

Templo dedicado a Julio César. Inaugurado el 18 de agosto del año 29 a.C. / Imagen: G. Gorski

Sin embargo, esa identidad religiosa permaneció entrelazada con el régimen político translocal del Imperio romano. Al involucrarse en las expresiones religiosas de ese poder, los devotos expresaron su deseo de ser asociados y reconocidos por él. Sin embargo, es crucial recalcar que la adoración al emperador no competía ni suplantaba el culto a los dioses tradicionales que se daba en las diversas regiones del territorio.

A lo largo de la época romana, incluso en las zonas orientales, donde los cultos al emperador se dieron con especial entusiasmo, la gente de varias ciudades siguió manteniendo sus ritos tradicionales centrados en sus deidades ancestrales. En otras palabras, la adoración a los dioses se mantuvo prominente tanto en Roma como en regiones bajo su influencia. Por lo tanto, la participación en los cultos del emperador era simplemente una capa de la identidad religiosa de los devotos. No reemplazó sus identidades étnicas o religiosas ni se convirtió típicamente en su identidad religiosa principal. 

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