La venta y reparto de entradas para una final del Barça siempre es material sensible. Más aún, si la oferta es mucho más corta que la previsible demanda. Más aún, si se trata de una final de la Champions. Por ello, el Club debería asegurar que los mecanismos funcionan a la perfección porque, de lo contrario, el pitote y la indignación se contagian en progresión geométrica. Y, por falta de pericia y de gestión en el Club de la improvisación, que lleva dos años y medio sin CEO, el lío que se ha montado es muy gordo. Y, de nuevo, los perjudicados son los socios, que a golpes van aprendiendo que cada vez pintan menos, pero no hace falta que se lo digan tan a las claras, porque van de agravio en agravio hasta la desesperación final.
Para la final del 25 de mayo en San Mamés, el Barça logró tener un total de 9.625 localidades. Comunicó a los socios que ellos tendrían prioridad para las entradas. Solo faltaría. Como si tuvieran que dar las gracias por ello. Pero, a la hora de la verdad, el día D, a la hora H, cualquier hijo de vecino podía comprar las entradas de Bilbao sin que le preguntasen si era o no socio del Barça.
Los reventas, siempre al quite, debieron hacer su agosto. En media hora, a las 12.30, se había vendido todo el billete y la polémica surgió al instante. ¿Qué hizo el Barça? En un triste comunicado, se sacó el muerto de encima y dijo que la culpa era de la RFEF, que comercializaba las entradas. Se hacen las cosas mal y las culpas siempre son de los otros. Especialmente, de Madrid. Pues oigan, tanto despiporre y tanto victimismo ya no cuela. Alguien debería pagar el pato.